CHE…………………………………
Le dije que era hermosa, y que quería
estar a su lado para ayudarla. ¡Oh! Se admiró. Sus dientes brillaron en mi
corazón, pero de pronto su mirada se arrinconó en el vacío del mundo. Me sentí
muy mal. ¿Por qué ayudarme? ¿Acaso no sé hacer mis cosas? ¿Yo necesito ayuda,
dios mío? ¿En que he fallado? Y pensar que creía que yo hacía bien mis cosas.
¿Por qué me ha dicho que quería ayudarme? ¡Yo quiero que nadie me ayude!
Yo sólo quería darle mis fuerzas. Su
mirada en el vacío me debilitó ¡Qué tonto has sido! ¡Ya la perdiste! Esa mujer
tan delgadita tenía más fuerzas que yo, y no me necesitaba.
Pero esa negación podría ser un
engaño. Oh, Protágoras, ayúdame. Yo sí te necesito ahora. Una mujer tan
delicada no me puede dar falsas percepciones. Me quiere engañar, al no aceptar
mi ayuda. Si no la acepta, para mí es preferible, ya que si aceptara y yo
quisiera sinceramente darle ayuda,
entonces, los dos nos repeleríamos, así lo dicen las teorías de la física y la
química. ¡Tenemos que ser diferentes! Hasta para amar, en este mundo de dios,
hay que pensar. Qué pasaría si ella me amara, igual que yo a ella. Serían dos
polos positivos. ¡Diablos!
Algo me dice que quiero dejar mis
cosas para dedicarme fanático a esta flaquita hermosa. Estoy dirigiéndome al
otro lado de mi mundo. Soy un egocéntrico. ¿Y mis libros? ¿Mis amigos? ¿Mis
padres? A un lado todo esto por sólo la flaquita con olor a eucalipto. Si
quiero ganar algo hermoso, debo perder también algo hermoso.
Si acepta mis amoríos, mis amigos brindarán
por el amor. Mis padres en su soledad reirán muy contentos y, yo, buscaré los
poemas que hagan sentirme feliz, muy feliz. ¡Qué bien!
Caminaremos en el silencio de
nuestros besos todos los días. Nos daremos el saludo cotidiano con sabor a
leche y menta para purificar nuestros alientos como dos hermanitos. Y si algún
día, ella y sus amigos brindaran por el amor, yo le invitaría una botella más
para que se regocijara como una diosa. ¡Qué mal, me dirías, verdad?
Es que estoy amando; por lo tanto, no
debo desconfiar de ella. ¡Quieres que sea egocéntrico! ¿Quieres que esté
conmigo siempre, como una esclava, pidiendo el sabor de mis años? Deja
tranquilo a mi egocentrismo, no lo despiertes. Ok.
Déjame que la ame como yo quiero.
Quiero que sea libre como un ave. Que vuele por el mundo, pero no solitaria. Sé
que escogerá aves más tiernas y fieles, y que se encaminen por la verdad y la
razón. Esa es la bandada que dulcifica al mundo y que tarda en llegar a este
mundo capitalista, utilista y acaparador.
Es tan flaquita que sus huesos huelen
a rosas rojas y a margaritones. Ella no lo sabe, pero olí esa fragancia en mi
pecho ardoroso. Ves cómo soy hombre de carne y sexo. Esto me convierte en un
materialista grosero y ocioso. Mi flaquita no debe ser un objeto sexual, no te equivoques. Ella es
mi alimento mental. Si llegamos un día a comprendernos, arribaremos al amor
real, pero eso es decisión de los dos.
Creo como tú que el amor busca la
defensa de los valores. Por eso le digo a ella que no hacemos daño a nadie
queriéndonos como nos queremos. Cuando me habla de su perrita que no se enferma
y de su gatito que no tiene hembra, quisiera ayudarle a resolver dicha
contradicción. Pero ella debe luchar
para tener con vida a su perrita traviesa y a su gatito pin pin. Siempre le he
dicho que es bonita e inteligente. Le he dicho que triunfará por su genio
indomable y mirada tierna. He sufrido mucho cuando le decía que buscara otro
amor, pero es que no quería decirle que
la amaba porque inteligentemente ella se daba cuenta que yo quería que me dijera que me amaba; y si ella me
amaba y yo también, entonces, como dos polos positivos, nos repelíamos, y nos
reñíamos, y peleábamos, para envidia de muchos y alegría de otros. Así hemos pasado
por las aguas infinitas del tiempo. Es verdad, te lo juro.
A veces, en nuestra ignorancia,
discutíamos sobre nuestra relación amorosa, como dos niñitos cuando pelean por
un juguete. Es que el juguete es el centro del mundo para ellos, como el amor
para nosotros adultos. ¡Qué escándalo! Pelear por el amor. Pelear por quien
quiere más. Una botella de vino es delicioso, pero dos es peligroso. Igual… el
amor no es el centro agradable del mundo, es la esencia de nuestras vidas.
Yo prometí ayudarla. Si ahora no
acepta, me alegraré. Y si acepta, no me alegraré. Esa es la acertada
contradicción de un mundo real. No debo ser egocéntrico. Ella tiene su mundo;
yo, el mío. Cada uno es libre de amar. Si ahora ya no está, no está, pues.
Tiene el derecho de volar todos los cielos
a su antojo. Es su libertad. Es su mundo.
-Estás llorando
sobre la leche derramada- me dices.
Tú también tienes derecho a pensar,
amigo, pero no te vayas a matar por mí. Sería un regalo funesto que me hagas.
Yo nunca te dije que me amaras, pero el día que te vayas de este mundo, mojaré
el manto de la Verónica con mis lágrimas. Gracias, Dios te bendiga.
Es verdad que caminamos mucho, pero
conocemos poco. Es verdad que besamos a muchas mujeres, mas no besamos con amor
desinteresado a nadie. Yo no debo amar a una mujer para que mi madre se sienta
contenta, para que mis amigos brinden
por los novios; que los vecinos digan que somos una pareja feliz. Ah,
eso sí, no debo aceptar que mi amada sea una marioneta manejada por su madre,
sus amigos o vecinos. Ella debe ser ella, con su cuerpo flaquito, con sus riñas
y sus gestos de gatita malcriada. No debe ser un maniquí, vestida a capricho de
otros. Ella debe ser ella con sus valores, con su dignidad. Varias veces le
dije que me gustaba su naricita bonita, sus labios sedientos y sus señoritas
redonditas. En ese tiempo, me preguntaba si sería eternamente para mí. Lloraba con mis ojos materialistas y con mi
mente egoísta. Felizmente, ya estoy lleno de años viejos y podía pensar en
ella, pero en ella que era dueña de su vida, y de sus señoritas, y que estas
señoritas podían amamantar otros labios sedientos, pensando en atragantarse con
leche de la razón sexual. Lloraba solo, pensando en ese mundo real. Y lo
comencé hacer en el cuerpo de mi flaquita amorosa. Y me gustó. Ella también lo
saboreaba.
-Sólo por eso me
quieres, verdad- me decía con su voz apagada por el trajinar del sexo,
ocultando su cuerpo acanelado con unas sábanas medio blancas del hostal.
Guardaba silencio como un pilluelo
cuando lo acorralan con las manos en la masa. Temeroso y avergonzado
arrinconaba mi cara entre las señoritas temblorosas. Estaba agitado. Sin moral
ni vuelo de gaviotas. Triunfante. Regocijado. ¿Amado? Ya no tengo sus labios,
pero estoy contento porque sé que ella cuida muy bien sus señoritas y su mundo.
-Insensible,
alguien la hace transpirar en olas de la voluptuosidad y… ¿y tú estás contento?
-Pero, si ella
está, que me queda, amigo…
Protágoras, amigo, ¿Es una falsa
percepción? Nietzsche, maldito amigo, ¿Mis sentimientos me engañan? Sócrates,
padre nuestro, me busco y no me encuentro en este valle de llanto y de miseria.
Ella dice que le engaño, y que sólo vivo por sus labios húmedos y ardorosos.
¿Por qué me prendía de sus labios?
¿Eso indicaba que la quería? No. Es falso. Es el alfil del sexo en una yegua
salvaje. Y es exquisito cuando la bestia se tranquiliza en su cuerpo, y se
extasía con la lengua en una encarnizada lucha con la lengua mía. ¿Y los
valores? ¿Y ella? Haciendo sexo con mi lengua con un ritmo atronador de sus
gemidos y pasiones. ¡Oh, idolatrado beso tormentoso! ¡Eres dueño de la envidia
humana! ¡Cuánto te extraño!
Y cuando te preguntaba si la considerabas una
prostituta…¿qué le decías?
¿Tú…una prostituta? No. No eres una
prostituta. El gran político Pericles, cuando lanzó la ley que nadie debía casarse
entre miembros de diferentes clases sociales, jamás adivinó que se enamoraría
de una hetaira conocidísima. Esa mujer como tú se llamó Aspasia quien enseñó a
Pericles el arte de hablar en público y gobernar. Era la antítesis de lo que
enunciaba la ley. No debes olvidar jamás que tres prostitutas causaron la
guerra del Peleponeso. Ah, pero Pericles fue señalado como adúltero. Ella, la
hermosísima hetaira, Aspasia, fue
acusada de ejercer secretamente la prostitución por las dignas mujeres de la
sociedad burguesa. Esta mujer como tú hace de la práctica del amor un arte.
Debes recordar cuando veíamos en el computador algunos CD, tú, decías: esto ya
lo hicimos, verdad? Esto nos gustó más. Pero, esto era mejor. Y te
vanagloriabas, cariño, como una cortesana sagrada. En esos momentos creí que habías leído los tratados de
Artyanassa, el de Filenis y los de Elefantis. Alguna vez saliste de la alcoba
apresuradamente y comenzaste a sacudirte sexualmente como Friné. Voluptuosa en
un ritmo apocalíptico que sentía morirme en el sudor de tu vientre. Y caían
unas gotitas por tus piernas saladitas
de dulzura y amor. No las succioné para que no perdieras el ritmo, y caíste
abatida de tierna lujuria y caprichosa.
Gozas de muchos encantos. Sentía que
habías leído mucho de estas hetairas. Te acuerdas que Lais de Corinto después
de ofrendar una corona de flores a Afrodita, salió del templo desnuda en
hombros de los hombres impávidos de su belleza. Es que así eran las
hetairas. Triunfadoras como tú. Así
siento tus piernas desnudas en mis hombros flacos, cayendo por mi espalda tus
gotitas de sudor. Platón le enseñaba filosofía a Lais. Pero, tú, como Lais,
filosofas montada sobre este caballo caprichoso y terco. Dios te cuide, mi
Amazona tierna.
che
Así de cruda y guerrillera me lo
dijo. La sangre entretenida en mis codos se sonrojó avergonzada entre mis
glóbulos blancos. Estos leucocitos escucharon atónitos: que no sabía abrazar
tiernamente a una mujer descalza de amor; que era no tierno, sino duro y más
duro cuando entraba ella por esa puerta abierta como sus piernas; que no era
amoroso con ella, ni con su cabello, menos con su naricita empapada de
respiración diafragmática.
Me quedé callado como mis flacos
huesos blancos de sudores ansiosos. Me quedaba en silencio masticando una
debilidad de hombre atormentado como buscando refugio en la impotencia de mis
viejos años canosos. Guardé silencio; es lo que tenía que hacer. Sólo eso: silencio.
La conocí con su caminar enmudecido
según ella de amores y aventuras. Su frágil cuerpo de gacela moza me llenaba
los ojos con sueños llenos de sabores variopintos. Me gustaba su cintura porque
serviría para envolverla en experiencias desconocidas. Su lenguaje, oh, su
lenguaje no manchaba ninguna ch con sonidos guturales. Todo eso la llenaba de
ternura.
Pero él te llevaba de tus manitas- le
dije. Eso no es infidelidad- me contestó rápidamente. Si eso no es infidelidad,
entonces, qué es- me dije. Estaba llena de rabia mi garganta. No recuerdo si ya
la besaba o la amaba, pero me dijo que no era infidelidad.
Algunas veces la acompañaba a su casa
y cuando le invitaba un caramelo lo recibía como no queriendo recibirlo. No
quería perder su señorío de niña recatada, pero lo recibió tratando que me
diera cuenta que no quería recibirlo. ¿Es desconfianza? ¿Es educación? ¿Qué es?
Si es desconfianza, debo cuidarme
para tener sutileza cuando le invite un chocolate o un cafecito negro
calientito. Si es desconfianza entonces debo alejarme sin ton ni son como
canción despechada. Si los pájaros golpean sus alas en el suelo para poder
volar y llegar hasta su alimento y alegría ¿por qué esa desconfianza no puede
servirle para dejarse amar?
Su vestir, su caminar, cuando comía o
cuando saludaba dejaba un aroma de señorita culta y más cuando al despedirse,
extendía su brazo para dar su mano delicada en una despedida de donaire que
daba ganas de querer despedirse de ella a cada momento. Era una despedida que
motivaba a buscarla sólo para despedirse de ella una y otra vez.
Ahora me decía que yo no era tierno,
que no sabía abrazarla en ese mundo de amores y miradas cariñosas. Yo que tantas
veces me bañaba en un mar muchas veces turbulento hasta ver sus pestañas
agitándose en el torbellino de la lujuria y el placer. Que temía arrinconarla
en mis vértices más silenciosos de mi geometría sexual. A mí me dijo eso. Que
no era tierno. Es decir, un fierro frío y mohoso para que me comiese un
mascafierro hambriento de braxomanía. No debería aceptar tremenda barbaridad.
Ha fallado en su medida y en su desprecio. Pero recuerda que te devolvió tu
Makarenko y tu foto. No olvides. Recuerda que te dijo que cuando los
devolviera, todo habría terminado. ¡Qué tonto eres mi pequeño cuerpo viejo!
Ven pronto, me dijo un día. Estoy en
el puente Maravillas. No demores, porque si lo haces, olvídate de mí. Y corrí.
Yo estaba ocupado en mis labores cotidianas, pero corrí con las ruedas de los
autos y las combis, pero corrí sudoroso. Recuerdo que me dijo también: si
llegas tarde, nunca me verás. Se encontraba en el puente Maravillas. Era tiempo
de lluvias. El río estaba cargado de palizada y de piedras y de tierra mojada
del vigor de dos cuerpos que se mueven descompasados. Nunca me verás o nunca me
verán. ¡Dios..! El río. La palizada. El río hambriento. La combi que no se
apresura. Su cuerpo delgadito llenándose desesperado de agua negra. Y sus ojos
mirando el infinito lleno de nubes que descarga agua de muerte y desolación.
-Apure, señor chofer.
-¡Por qué no agarró un taxi?, me
escupió en mi rostro ansioso.
Llegamos al puente. Ella debería
estar en la otra orilla, o peleando con las aguas agitadas de su vida y de la
muerte. Me bajé. Estiré mi mirada, pero no había nadie, salvo un perrito, que
con su cabeza gacha, y con sus pasos cortos, cruzaba sobre el puente, el río
mágico de Juliaca. Era cierto, el río corría cargando palizadas, piedras y
semen en todo su cuerpo ancho y agigantado. Era un paisaje lúgubre. Hacía frío,
y las nubes negras escondían un manto de llanto y soledad. Se hizo una
eternidad. Parecía un puente como el de San Francisco, largo y
bullicioso…interminable.
¿Y ella? ¿Dónde está ella? La busqué
ansioso. Sólo una parejita de enamorados apretándose como pollitos se daba
calor con sus cuerpos sofocantes. ¿Y ella? Nada de nada. La lluvia menguaba. A
lo lejos aparecía una claridad silenciosa, pero mi cuerpo estaba agitado como
las aguas del Maravillas. ¿Y ella? ¿Y su cuerpo flaquito? ¡Nunca me verás o
nunca me verán!
¡Es que mi mamá no me comprende! ¡Es
que mis hermanos no me quieren! Eso, nadie me comprende ni me quieren… ni tú
tampoco. Pero, yo, por qué… Recién la he conocido, y ya tengo culpa, pero qué
malo soy. Recién la conozco y ya he comenzado a martirizarla. La lluvia
comienza a pasear por el patio de la vida, y dicen ya que el paisaje es
tétrico, que ensucia las aguas de los mares con sus aguas negras, que se llevan
los cuerpos enmudecidos de los suicidas silenciosos, pero no dicen que gracias
a las lluvias los ríos cantarán canciones de vida y esperanza y que habrá
alimentos para los cuerpos famélicos y no hablarán de la carita alegre de los
niños cuando hacen navegar sus barcos de papel por esas aguas de amor y de
ternura. ¡Es que nadie me entiende ni me comprende! Y arrojó con furia una
piedra a las aguas del Maravillas que pasaba entonando una canción de fe y
alegría. No olvidemos que el cuerpo de la niña no entendida ni comprendida era
delgadito como una rama de eucalipto.
Oh, mujer, cómo hacer para que
Aristóteles te enseñe la emoción adecuada, el que sepas sentir que las
circunstancias no son iguales, no son las mismas, sino que debes manejarlas en
forma proporcionada, mujer. Debes controlar tus emociones para que no te
aburras ni para que te depriman. Consigue tu bienestar emocional y estarás
estable. Recuerda que el sufrimiento templa tu carácter. Que los momentos de
ánimos caídos dan olor y sabor a la vida, pero para eso debes decirte que eres
tú y que te quieres. Dirás, como siempre, que son palabras… Quiero que los
sentimientos tormentosos no hagan un nido de odio en tu corazón. Ah, y
pregúntale a Platón por qué el autodominio es más poderoso que los esclavos de
pasión que menciona Shakespeare en Hamlet, tu libro preferido, mujer. No es
necesario que seas inteligente. Vive con el corazón en la mano para recibir la
dicha que anhelas, mujer.
Es que nadie me entiende, te he
dicho. El Maravillas volteó, guardo silencio, y siguió su camino aguas abajo.
Nadie se baña dos veces en las mismas aguas de un río, dijo Heráclito hace mucho
tiempo.
Es una de esas mujeres que adoran que
sus hijos estén bien peinaditos. Que les gustan que les digan que sus hijos son
bonitos y bien educados. Por eso viven y se desvelan para que la gente las
califique con adjetivos de bondadosas, aseadas y con buenos modales. ¡Ay! del
hermano o del papá que deje sus herramientas en el lugar que no corresponda.
¡Ay! de aquél que se chupe los dedos delante de otras personas. ¡Ay! del que no
cumpla a la hora lo prometido. Simplemente, se irritan hasta las uñas acarameladas.
Si te dicen que se debe hacer así, sólo así se hace. Sueñan con lo exacto, pero
no saben exactamente hacer lo exacto. Les gusta comer sabrosos alimentos caros,
pero pregúntales si quieren lavar dos platos. Quieren vivir en plenitud, pero
no ayudan plenamente a que las ayuden a vivir a plenitud. Quieren todo, pero no
dan nada, y dicen, seriamente, que dan todo. Y si alguna vez dan, cobran el
doble y agregan el castigo como yapa. Si te libras de ellas alguna vez habrás
salido del circuito de la ganancia y de la pérdida para ingresar al extraño
campo de la dicha y el amor.
Tienen miedo de todo y a todo. Todas
las miran sin ser miradas. No quieren que nadie sepa que aman o que son amadas.
Son todo o nadie los dioses que dirigen sus mundos. Nadie las comprende. Todos
las odian. Son las incólumes, las impólutas. Se ponen a la orilla del abismo y
si las arrojas dicen que tú eres malo, y si no las arrojas, dicen que eres
definitivamente malo.
Oh, Heidegger, dijiste Nada es; ni
Dios te importó. Ahora esta mujer es su absoluto, es el Ella. Nadie más. Sólo
su existencia. ¿Y los demás? ¿Y las circunstancias de los demás? Por vivir para
Ella, se preocupa. No le interesa que vivas mañana. Si mueres ahora, a Ella no
le interesa, porque es su ahora y de nadie más. Tu muerte no la deja vivir su
momento que es de Ella y de nadie. Mejor hubieras muerto mañana, gritaría. Ella
no tiene miedo al miedo, pero sí se angustia de la angustia. Y si la angustia
es nada, te dirá: que es todo sin ser nada y, por lo tanto, la nada es nada,
sólo palabras. Cuando termines de decirle esto, corre violentamente para el
mañana, porque no te buscará, amigo. Así es ella. Silencio por ahora. Nos
conviene. Que ame a Unamuno. Que sea amiga íntima con la Tía Tula. Alabadas
sean las dos en sus angustias.
La llamaremos: CHE. Así es. Esta
errante CHE, dice que nadie la comprende, que nadie la ama. Puede tener razón.
Le pregunté a Pascal, y me dijo que estas mujeres se apasionan, aman, odian,
sueñan para sí y, algunas veces, se quieren volver mosqueteras. Todas para una,
y una para todas. Éste es el dilema de mi querida CHE. Un día compró un gatito
y una perrita. La perrita blanquita un día desapareció. Pobre perrita. Era una
perra muy mala. Ingrata conmigo que le di de comer y que me ensucié las uñas
con el champú de perros. Si no le dijo puta fue porque el animal ya no estaba
en casa. Se sintió abandonada. Sola. Ella, que había dado su entrega y ofrenda
a la malvada perrita; se sentía abandonada y sola. Qué ingratitud. Mejor que se
muera antes que venga preñada. La mato. La mato, gritaba en sus momentos de
razón. Hablaba con el gatito negrito. Le decía que él no era malo ni ingrato.
El pobre gato se engordó demasiado, y caminaba lentamente en el dormitorio de
su ama y madre a la vez. Tú sí eres mi hijito querido- le decía. Dormía con el
gato; comía con el gato, y, el gato era el amor de sus amores. Qué nadie lo
vea. Que nadie lo abrace. Es mi gatito querido. Sólo mío. No iba a fiestas por
su gato. Salía de sus estudios o de su trabajo, y corría a ver al gordo gatito
gruñón. Ante Dios ella estaba salva. Estaba feliz de haber hecho feliz al gato
gordo y gruñón. Por él, ella seguía viva. Entregó su corazón al animalito de
Dios. Era el animalito de Dios todopoderoso. Había cumplido con Dios. Pero uno
de esos días de invierno juliaqueño, cuando las mujeres de negocio y del campo
se ponían una manta sobre las espaldas para cubrirse del álgido invierno,
encontró en la puerta de su casa a la perrita que ya no estaba blanquita, sino
llena de polvo, mierda y frío. Le temblaba todo su pobre esqueleto, pero le
movió la cola a su dueña atónita. ¡Zafa! Le dijo la dura dueña. La perrita
movió más violentamente la cola para decirle que la amaba. La dueña miró con
asco y dureza, lista para darle una patada con sus zapatos puntiagudos en el
trasero de la pobre perra amorosa. Era la perra mala, malvada, ingrata a la que
miraba. Miró el trasero del animal, y
gritó: ¡está virgen! Gracias, dios mío. Sacó la llave de su cartera. Abrió la
puerta, y la primera que ingresó fue la perrita. Ahora dormían en esa cama un
gato gordo y gruñón, una perrita blanquita en huesos y en carne flaca, junto a
su dueña delgadita como rama de eucalipto. La entrada de esa perrita flaquita
le llenó los pómulos de fe y alegría. La sangre bulliciosa le recordó que era
hembra y sus senos comenzaron a palpitar con más fuerza. Tenía fe en la vida:
la perra no era una puta.
Se sentía comprendida. Su vida vuelve
a comenzar. Con el amor a sí misma, prepara su maletín, protege a sus
animalitos en casa de una amiga, y, en pleno invierno juliaqueño, se embarca
para Arequipa, la Ciudad Blanca. Engañó a su madre y hermanos. Dijo que iba a
un curso de estudios, pero iba con su amor de hembra alegre y bulliciosa. Se
sentía feliz. Entre sus rodillas sentía el amor penetrante. No quería
desperdiciarlo. Gozarlo, eso quería. Se fugaba de la bestialidad cotidiana de
la ganancia y de la pérdida, de la oferta y la demanda. Alguien la comprendía,
porque había sabido comprender. Quería olvidarse de su falta de apetito, de que
nadie la había comprendido, ni entendido, eso quería.
Rápidamente llegó a Arequipa. Qué
blanca que es. Y qué grande que es. Conoceré su grande Plaza de Armas. Iré a
las iglesias y pediré a Dios que me envuelva con el manto de la fe y la
esperanza. Comeré su delicioso adobo rojo y humeante. Ah, su rocoto relleno,
pero qué rico que es. Un día, en el aula, escuchó a una amiga que dijo que en
Arancota había un restaurante “Doña Cecilia” donde venden ricos potajes
arequipeños, acompañados con música también arequipeña, con su ron Nájar y su
chichita espumosita. Y allá fue. Pidió un chicharrón, pero no lo terminó.
Solicitó una bolsita, y guardó el resto del chicharrón. Fue entonces que
recordó que estaba cerca del mar, del Océano Pacífico. Cerca del mar, con el
que había soñado muchas veces cuando se cogía suavemente sus delgados muslos
redonditos. Oh, qué maravilla. Regresó al bullicioso Terminal terrestre en un
taxi. Preguntó y preguntó y, por fin, estaba sentada en el asiento de un bus
que decía: Mollendo. Esas son las mujeres que hacen que sean mujeres. Con su
maletín, su chicharrón y con su fe con bandera plena de ella misma. Se quería,
y quería a todo el mundo.
Ahora estaba en un Terminal terrestre
pequeño, pero limpio. Sintió la brisa del mar en sus mejillas, y abrigó
tiernamente sus hombros. Preguntó y caminó por las calles húmedas del puerto.
Sintió en sus narices palpitantes el olor de mariscos, pero siguió caminando
muy segura y altiva. Dónde está el muelle- preguntó. Siga usted de frente, y lo
encontrará, contestó un hombre grueso y curtido su rostro por el sol y la brisa
marina. Llegó al frío malecón que estaba cubierto con una neblina blanquísima y
sudorosa, y, por primera vez, sus ojos veían esa masa grandiosa y azulina de
agua cantarina. ¡Pero cuán grande eres mi Dios! Quiso correr, pero se quedó
paralizada como una estatua anonadada. Los ojos desorbitados. Sus cabellos se
movían triunfantes como banderas en buque de guerra. Pero eres esplendoroso, y
me cantas para recibirme en tu regazo. Y yo decía que nadie me quería ni me
comprendía. Recién me conoces y me abres tus brazos, y me cantas. Dios, ayúdame
a comprenderte, o ayúdame a comprenderme. Miró el muelle y la callecita que
conduce a la ribera del mar, muy cerca de la piscina, y por ahí, por ese camino
se fue a corretear descalza como una perrita libre, sin pérdidas ni ganancias,
ni le interesaba que no la entendieran. Ahora gozaba el amor de su vida, miraba
a las gaviotas que se lanzaban al mar, y ella creía que se suicidaban como
alguna vez pensó hacerlo, pero las blancas gaviotas aparecían con un pescado en
el pico, alegres y victoriosas. De pronto, por la orilla corrió raudamente una
ola y se llevó el maletín y el chicharrón y sus zapatos, pero, ella, oh Dios,
saltó y saltó, histérica de alegría con canto de amor, de hembra con esperanza.
El amor está en ti, en nadie más. No mendigues amor. Te lo da tu gatito ocioso
o tu perrita aventurera. Te lo da el agua cantarina de la lluvia juliaqueña.
Tienes el olor de una ramita de eucalipto. Tienes en tu boca el sabor del agua
salada cuyo mar se llevó tu chicharrón y tu calzoncito de finos pliegues,
pequeña ramita de eucalipto.
TRES
Y sucedió. Claro que sucedió. Cuando
estás decidido y si sabes que no haces daño a nadie y lo planificas, todo sale
bien, y, si es con ayuda de Dios, mejor. Los abuelos son sabios. El mío me dijo
que todo lo que quieras y si lo planificas y si te dejas llevar con las manos
de Dios, consigues lo que deseas. Y así fue.
Esa pequeña ramita de eucalipto, era
mi locura. Tenía una parada angelical y su mirada llenaba mi corazón de
esperanza. Es verdad que no tenía senos abundantes para aplacar la sed de
cualquier hombre, pero se pronunciaban provocativos y anhelantes. Eso, para mí,
era suficiente. Pero, cómo conseguirla. Leí libros sobre estrategias militares.
Busqué revistas de modas y estudiaba sus historias románticas que aparecían en
ellas, y no era suficiente. Me desesperaba. Recordé algunos poemas y el mundo
se hacía más difícil. Algunos amigos me decían que a las mujeres hay que
tratarlas como mujeres. ¿Cómo es eso? A veces bien: otras veces, mejor.
Entonces, decidí. Hice las cosas al revés.
Por eso comencé diciéndole que yo
quería ayudarla. Por eso le regalé un libro. Bendito libro y bendita decisión.
Quise hacer las cosas como mejor se pudiera hacerlas. Partir de lo mejor. Dulce
atrevimiento. Quería comer miel, pues miel comería. Y así comencé con miel y
miel, sin pensar que me empacharía. Y mi mirada llena de dulce se fijó en la de
ella con dulzura e hicimos del mundo un panal delicioso.
Dios era nuestro guía. Nuestros
amigos eran los mejores de la tierra. Creímos en nuestros padres. ¿Por qué no
bendecir esta tierra? ¿Por qué no reírnos de las desgracias? Todo era dulzura,
era amor. La tierra, el tiempo, los personajes del mundo, todo era amor.
-
¿Y por qué tú debes ir? –le dijo su madre
-
Pues, porque he sacado las mejores notas –contestó la hija
orgullosa
-
¿Acaso?
-
Sí, mamá…yo he ocupado el primer puesto y por eso me han
invitado a ese Seminario…
-
¿Y con quién vas a ir?
-
Irán varios profesores y compañeros…
-
Eso no me interesa
-
Ves, mamá…
-
Sólo quiero que no te pase nada, hijita…
-
¡Que no me pase nada!, eso es un achaque…recuerda que ya
tengo más de dieciocho años, y que puedo decidir
-
Pero, hija…
-
He decidido viajar, mamá y, esta vez, ni tú ni mis hermanos,
podrán impedir mi viaje…
Y así lo hizo.
Viajó y muy contenta. Fue su primera lucha y salió victoriosa. Llegó muy
temprano al paradero de los micros. Juliaca se sacudía de la noche fría y los
comerciantes bien sentados en sus triciclos con su mercadería se dirigían al
Túpac. Ella, la flaquita como ramita de eucalipto, bebía a soplos un mate de
coca. La vi bien segura de lo que hacía.
-
Te felicito… lo lograste –le dije
-
No fue fácil, pero ya estoy aquí…
-
Subamos a ese micro, y huyamos de Juliaca.
Pronto el micro
se puso en movimiento. Los pasajeros muy abrigados se apretujaban y se iban
quedando dormidos. Yo me acerqué a mi aventurera y me abrigué con su brazo
izquierdo que estaba calientito. Abrí mi mochila y le ofrecí contento fruta y
jugo. Ella lo recibió sin duda ni murmuraciones. Estaba regocijante, pero
nerviosa. Guardé silencio. No quería perturbar su aventura. Seguridad tenía que
brindarle y pude darle pensando que el hombre es el que impone las reglas de
juego y que tienen que ser seguras y muy firmes. No hablamos casi nada. En Puno
estaríamos a las siete y cuarenticinco de la mañana. Compraríamos fruta más
fresca y bebidas más fría para nuestro viaje hasta llegar a Desaguadero y,
después, rumbo a la Paz, Bolivia.
En Desaguadero
teníamos que hacer los trámites respectivos para cruzar la frontera. Nuestra
aventurera por el apuro de salir de casa
había olvidado su DNI. Sólo a mí
me entregaron el salvoconducto. Ella no podía viajar. Estaba muy triste. Casi
me dio pena. Creí que lo había hecho a propósito. Me juró. Rejuró. No era a
propósito. Ella quería viajar. Rogó a los policías. Lloró en silencio delante
de los policías. Nadie hizo caso de sus lágrimas, de sus penas. Era una
tremenda tristeza. Tenía que regresar sola y preocupada por su inexperiencia.
Sentí que la oportunidad de estar junto a ella ya se esfumaba y que el amor que
tenía que profesarle se iba al agua. Ahora debo aprovechar para recordar lo que
me decía mi abuelo: que si se tiene fe y confianza, que si haces las cosas sin
ánimo de hacer daño, que si crees en algo o en alguien y te encomiendas con
todo tu amor a lograr tus metas, ese algo o alguien jamás te abandonará.
-
¿La señorita está muy triste, verdad?
-
Sí –le contesté al policía
-
El caso es allá, en La Paz…
-
Entonces, ayúdela acá. Yo me preocuparé lo que suceda allá –
le dije de memoria.
-
Pero…
-
Ayúdela, por favor…no le pasará nada, le aseguro, señor…
-
Es que…
-
No, señor, no le pasará nada, por favor…
-
¿Y qué es contigo?
-
Vamos a un Seminario, señor…
-
¿Te la estás robando..?
-
No, señor…aquí están los documentos que demuestra que va a un
Seminario en La Paz y que es una señorita que ha obtenido la primera nota en su
rendimiento académico, señor…
-
Bien, pero…
-
No se preocupe…le pagaremos su servicio, señor…
Pasamos la
frontera. No nos interesaba el frio ni nuestras tímidas sonrisas. Llegamos a La
Paz. Decidimos separar las habitaciones, y fuimos a un hostal. El empleado nos
atendió muy seriamente, pero los papeles que nos dieron en el control de
inmigraciones estaban en regla. El hotelero nos ubicó en cuartos separados.
Ella quiso decir que no era así. Pero así fue.
Nos pusimos de
acuerdo para vernos dentro de hora y media en la salita de espera del hostal.
Ya en mi cuarto, semidesnudo quería cantar no sé qué canción, pero estaba
alegre, inmensamente alegre. Me imaginé a la flaquita tirarse de largo sobre la
cama, también envuelta con sus trapos de seda muy fina. En la ducha, con el
agua tibia que recorría mi cuerpo comencé a preparar mi estrategia para enamorarla.
Mis pensamientos galopaban en forma desmedida. Me impacienté. No sabía cómo
comenzar. Hasta pensé desistir en el propósito. En bibidí y en calzoncillos, me
tendí en la cama y me quedé profundamente dormido.
Me levanté
asustado al escuchar los toques en la puerta de mi cuarto. Era el hotelero y me
dijo que la flaquita estaba en la sala de espera hacía más de un cuarto de
hora. Me vestí. Casi corriendo salí del cuarto y fui donde ella. Estaba parada,
sonriente. Le pedí disculpas. Ella movió la cabeza muy dulcemente y me señaló
la puerta principal del hostal. Salimos. Caminamos. Ingresamos a un
restaurante. Pedimos lo necesario y comimos apresuradamente. Todo con los ojos
brillantes y los corazones palpitantes.
-
Paseemos un rato. Conozcamos, por favor- me dijo
-
Claro, no hay problemas.
Paseamos por las
calles alegres y luminosas de La Paz. El sonido de los vehículos hacía que gritáramos para escuchar lo que
decíamos. Fuimos al Palacio de Gobierno, al estadio y al barrio donde se
vendían los artículos de contrabando. La noche llegó tan violentamente que
decidimos ir a descansar.
Llegamos al
hostal. Nos sentamos frente a frente en la salita de espera. Nos sentamos
pesadamente. Nos reímos, en las aguas de una cristalina laguna, como niñitos.
-
¡Qué maravilla, por Dios!
-
Sí…¡Qué maravilla!..- Sólo atiné a decir…
-
¿Y mañana será mejor, verdad?
-
Claro…sí, claro…
-
Ahora, a descansar, cierto…
-
Sí…cierto…
-
Me ayudarás a pasar el colchón de mi cama a tu cuarto…
-
¡Qué..! Eso, no….
-
¿Acaso tienes miedo..!
-
No, no…eso no permitirán…
-
Bien, entonces, hasta mañana… y se fue muy cantarina…
En mi cuarto, con todo mi mundo, y
sin quitarme la ropa, me tendí a lo largo de la cama. No sabía si ponerme serio
o alegrarme, pero sentí algo de contentamiento. Recordé cuando ingresó a su
aula unos de esos días fríos. Sus amigos silbaron muy románticos, pero ella no
se sonrojó y se sentó, triunfante, en su carpeta.
Soñé con hechos suficientemente
creíbles. Que volábamos a un lugar fabuloso lleno de imágenes monstruosas y
todo pintado de amarillo. Amarillo aquí, amarillo allá y todo completamente
amarillo. No era un buen presagio, y nos asustamos hasta que gritamos con
fuerza los dos que todo lo que nos rodeaba se rompió en ese campo de sueño y de
muerte.
Grité con todas las raíces de mi
sueño, que me desperté lleno de sudor y lágrimas. La flaquita de eucalipto
saltó asustada. Había llegado a mi cama con la ayuda del celador del hostal. Me
sacó los zapatos y me abrigó, y yo no había sentido nada.
-
Dios, qué te pasó…
-
Qué haces tú en este cuarto –le dije.
-
Vine a acompañarte y te encontré muy dormido…
-
Pero cómo has ingresado, mujer…
-
No interesa… ¿Qué pasó?
-
No…nada…solo que soñé lleno de amarillo, todo de amarillo…
-
Ven…acércate…no tengas miedo…estamos juntos en todo, ¿verdad?
-
Es que…
-
Nada, nada de nada…todo está bien…
El resto de la noche la pasamos en
vela. Conversamos de sus estudios, de su familia, de su futuro. Era tan
interesante que amaneció muy rápido.
Llegué tarde al seminario que se
desarrollaba en la Universidad San Andrés. Ella se quedó en el restaurante,
desayunando. Vendría cada media hora a verla para que no se quedara solita.
Después me contó que en los momentos que se quedaba sola visitó la biblioteca,
el palacio de gobierno y que había conseguido amigos jóvenes de La Paz con
quienes se pusieron de acuerdo para salir a pasear. Podría ser buena idea pero
a mí me inquietó. ¿Celos? Era muy atrevida, pero me enviaba un mensaje fácil de
interpretar. Ante ella no era recomendable demostrar miedo o publicitar mi
desconfianza. Solo me quedé callado, rabiando conmigo mismo. Yo tendría que volver a la Universidad por la
tarde y trabajar hasta las seis. Ella me miró de reojo. Sentí un latigazo en mi
espalda.
-
¿Te gustó el almuerzo?- una pregunta muy estúpida porque ella
había dejado casi todo el almuerzo en los platos.
-
Sí…
-
Mañana regresamos al Perú muy temprano.
-
Si deseas viajamos hoy cuando termine el curso, pero he
quedado con amigos bolivianos ir a una discoteca…
-
Bien…yo iré con mis colegas también a divertirnos.
Fue nuestra
primera gran pelea. El sonido de esta primera campana nos acompañaría siempre.
-
Y ahora, ¿qué?- dijo Balvinito, el de bigote bien aliñado.
-
Iremos a picantear a un restaurante- replicó una profesora
joven que enseñaba Ciencias Sociales, y que los alumnos le decían: negrita Ruty.
-
¿Irás, compadre?
-
Sí…sí, iré- respondí rápidamente.
El piqueo no estaba sabroso, menos la
cerveza, pero nos quedamos hasta las ocho de la noche. Se sentía un frío
helado. Los profesores bailaban muy alegres y cantaban abriendo
desacompasadamente la boca. Sobre la mesa, las chapas de las botellas de
cerveza, unas sobre otras, parecían fichas en los casinos. Conversaciones que
se repetían a cada instante. Papeles higiénicos que pasaban por los rostros
llenos de grasa y de sudor. Las profesoras mascaban chicles baratos. La cerveza
boliviana tiene un olor más fuerte y desagradable. El condimento del piqueo
hacía nuestro aliento más desagradable, pero para que nuestro interlocutor nos
escuchara teníamos que gritar o acercarnos hasta comernos el aliento de él. Y a
pedido de Mancuso pusieron la canción: No me volveré a enamorar. Lo miré
seriamente. Él se rió. Y me puse a saltar con alegría, como si el mundo se
acabara. No sé por cuanto tiempo me olvidé de la rama de eucalipto, pero los
compañeros gritaron que ya era las diez de la noche.
-¡La noche está virgen!-
sentenció Balvinito, y continuó: Iremos al restaurante de Jaime…
- ¡Sí!- gritaron con la
fuerza de la borrachera algunos profesores.
Fue hace ya muchos años, creo que ocho
o nueve años, cuando en el bus del Instituto llegamos a Cochabamba para la
fiesta de la Virgen de Orcupiña, en el mes de agosto. El viaje desde Perú se
hizo sin novedad. Fue un viaje con una buena cantidad de profesores. Todos iban
alegres conversando muy alegres y, algunas veces, cantaban alegres canciones
bolivianas de los Kjarkas y de Proyección. Adoramos a la Virgen con gran
devoción. Ella estaba resplandeciente y sus ojos deslumbraban con ternura mucho
amor y compasión. Limpia, muy limpia su vestimenta. Las personas que estaban
delante de ella, muy contritos, bajaban la mirada al suelo y movían en silencio
sus labios piadosos. Para que te haga un milagro debes venir a visitarla por lo
menos tres veces, me dijo calladamente Mascafierro. Era un profesor que jamás
le gustaba jugarse con los santos. Miré a los ojos de la Virgen y, sin
moverlos, me dijo que creyera sin dudas ni murmuraciones. Y creí.
Salimos de la iglesia y nos fuimos a
sentarnos en la tribuna que estaba ubicada por un parquecito por donde pasaría
el corso. El clima estaba templadito y algunos profesores tenían sus chompas
colgados del cuello y, otros, atados con un nudo en sus cinturas. Las calles
estaban atiborradas de mucha gente que llegaba de las ciudades de Bolivia:
Oruro, La paz, Santa Cruz de la Sierra y también peruanos de Puno, Arequipa,
Cusco, Moquegua Tacna y uno que otro argentino o brasileño. Pero no todos
habían llegado con devoción a la virgencita, sino a emborracharse y ver bailar
a las bolivianas que exhibían sus tremendas piernas redondas haciendo cabriolas
que llenaban de arrechura a sus mismos paisanos y forasteros.
Antes que terminara de pasar los
danzarines, el director del Instituto, el Ciego Flores, nos conminó para ir a
picantear a un restaurante que estaba a seis cuadras del parque. Todos bajamos
rápidamente. Teníamos hambre y ya era hora para beber unas cervecitas
espumositas.
Llegamos al restaurante y exigimos
una mesa larga para ubicarnos delante de ella todos los profesores del
Instituto Superior Pedagógico Público de Juliaca, Puno, Perú. Si nos atiendes
bien, jovencito, te daremos una buena propina. Somos peruanos de los buenos, de
rompe y raja. Peruchos de corazón. Ahora, hermano, si tienes una compañerita no
te olvides de nosotros y recibirás el doble de propina. Ya, no te olvides,
compadrito…
El plato que me entregaron contenía
un buen trozo de chancho doradito. Se notaba delicioso y bien doradito. Solo
por un ladito tenía una mancha negrita. Una presa doradita y negrita en el
plato, cuando tienes hambre, si te descuidas, la baba se cae de tu boca
raudamente. Cogí firme y muy seguro el tenedor y cuchillo. Pinché el redondo
chuño. Lo llevé a mi boca. Lo sentí seco pero estaba sabroso. Mientras
masticaba vi en un platito ají molido. Sin esperar nada, con el tenedor cogí un
poquito de ese ajicito picantito y lo llevé a la boca para mezclarlo con el
chuño. ¡Diablos, mierda! Cómo pica este ají, carajo. Noté que mis ojos se
volvían rojos y que querían salirse de las órbitas. Si grito, se reirán de mí.
Aguanta, carajo. Disimula. Agacha la cabeza, al filo de la mesa. Saca la lengua
y que caiga la saliva. Así te enseñó tu abuelo, el padre de tu madre, el gran Pancho
pinganilla.
Balvinito estaba ubicado al medio de
los comensales, lejos de mí. Estaba cerca de Mascafierro y de Pascualito, el
dulce. Nadie hablaba. Algunos estaban prendidos del chicharrón, del costillar
frito, de la pierna de pollo. Varguitas se regocijaba con su chuño. Abría la
boca y masticaba muy juguetón porque su ralo bigote se meneaba como el lomo del
gato cuando tiene frío. El Ciego Flores estaba en el otro extremo de la mesa,
lejos de los zancudos: Mancuso, el Chato, el Negro y el Mono. Esta vez viajaron
muchos profesores y como nunca estaban juntos, juntitos, compañeros. No era
para creer. Todos juntitos, alrededor de una mesa, en un restaurante de
Cochabamba, en Bolivia. Bien, Ciego. Has reunido a gatos, perros y pericotes.
Es un gran triunfo. Las relaciones laborales mejorarán. Eres un gran líder,
hasta que no te jodan, director.
-Pancho
y Aurelio traigan la cerveza del bus. Rápido que la gente se ha picado con ese
ajicito riquísimo- dijo el Ciego.
Los dos trabajadores administrativos
salieron corriendo y volvieron con sendas cajas de cerveza compradas en
Desaguadero peruano.
-Que
challe el Ciego- alguien gritó muy fuerte
-
¡Sí!..¡Sí!- corearon algunos profesores
El Ciego cogió una botella y vació
cerveza a un vaso. Sus lentes cuadrados se querían escapar de su nariz. Pero
eso no le interesaba. Introdujo su dedo mayor al vaso. Arrojó algunas gotas al
suelo para que la Mamapacha regrese a la delegación sana y vivita. Volvió a
introducir el dedo en el vaso y esta vez las gotas fueron al viento para que la
Virgencita de Urcupiña mantenga en buenas relaciones a los trabajadores de la
Institución. La tercera vez le esparció a su bragueta, para que nunca lo
traicione y, por último, hizo un giro y levantó sus posaderas y arrojó las
gotas de cerveza en ese culo flaco para que no sea maricón, dijo. El resto de
cerveza lo bebió después de decir: ¡Salud! ¡Salud, maricones de mierda!
Balvinito se puso en pie. Retiró la
silla. Le dijo algo al oído a Mascafierro, y rió moviendo bruscamente sus
mostachos. Casi se atraganta el agrio Masca. Cuando pasó por mi detrás, me
dijo: Voy a garrar el cuellito del padre de mis hijitos. Sus ojitos pícaros se
iluminaron de inteligencia y de recuerdos históricos de Sodoma y Gomorra. Estudió
en la Universidad San Agustín de Arequipa. El Materialismo Dialéctico y el
Materialismo Histórico eran sus temas predilectos. Estaba afiliado al PUM.
Teórico y muy moralista. Respetuosos de las reglas de sus familiares y de sus
profesores. Agachó su cabeza. Como si bajara de un cerro, movía sus brazos casi
en forma horizontal. Cruzó varias mesas y llegó al baño.
-La
policía de investigaciones del Perú te está buscando, Balvinito.
-
A mí, por qué
-
¡Por burro!
-
¿Por político?
-
¡No! ¡Por coimero!
-
¿Qué te pasa? ¡No me jodas!.. ¿Yo, coimero?
-
Sólo te digo que te está buscando la PIP…
-
¡Yo soy profesor! ¡Yo soy de San Agustín! ¡Soy comunista!
En una Asamblea de docentes de la
Institución pedagógico donde trabajaba lo nombraron como miembro de la Comisión
de Admisión de Ingreso de ese año, junto a otros docentes, bajo la
responsabilidad del Director de la Institución Educativa mencionada. Es una
tarea muy difícil desde la formación de la Comisión de Admisión hasta el último
informe a la Dirección Regional de Educación y al Ministerio de Educación con
sede en Lima.
A mitad de marzo, se llevaría a cabo
el examen. Se formaron las diferentes Comisiones, desde la Convocatoria hasta
la Comisión responsable de hacer los informes para Puno y Lima. Las
inscripciones se realizaron en forma normal. Se invitaron a diferentes
instituciones para que estén presentes en el momento de la ejecución de la
prueba y de la evaluación: la DREP, Subprefectura, el cura Sakata, la policía.
Algunas veces se utilizaban las aulas del ISPPJ, el estadio, el cuartel
militar. Se sellaban las puertas. Se tomaban miles medidas de precaución para
demostrar la idoneidad de la prueba y de su Comisión. Con esta Comisión, la
cosa será diferente
- Han suspendido el examen.
-
¿Por qué?
-
Han encontrado a un señor que vendía la prueba
-¡Mierda!
-
Y en este momento están llevando a toda a la Comisión de ingreso a la PIP, para
interrogarlos.
-
Oye, pero recuerda que en el momento que hacen el examen están autoridades, las
puertas son selladas, las ollas donde hacen el café las sacan después del
examen, los que elaboran la prueba
suelen salir del local hasta que finalice la evaluación. ¿Quién mierda actúa en
contra del Pedagógico? ¿O serán las mismas autoridades? La verdad que no
comprendo.
-
¡Qué le saquen la caca al señor que le encontraron el examen, verdad!
Pero Balvinito sufrió. Y si es crudo
decirlo hasta han podido exigirle que aporte alguito y que todo pasaría como si
nada pasara. Sería bueno preguntarle. Pero conociendo como es, jamás dirá nada
de nada.
Ahora, en Cochabamba, ya camina como
gallito que se ha olvidado de su canto gutural. Alisa su bigote incipiente.
Pone en su cabeza una redecilla para que sus cabellos se levanten amaestrados,
machucados por la gomina que aplastan la
cabeza del pobre profe.
-
¿Qué hace Balvinito en esa mesa con esos muchachos y con ese
hembrón?
-
¡Déjalo, ya vendrá!
Balvinito conversaba bien animado con
dos jóvenes varones y con una hermosa mujer que tenía un trasero bien paradito
y unos pechos prominentes. La cintura de la susodicha mujer era como la de una
muñeca. La estatura más allá del metro setenta la hacía inalcanzable No eran
bolivianos, se notaba desde lejos. ¿Cómo ha llegado ahí Balvinito? Y que bien
animado conversa, por Dios. Está locuaz y los ojos juegan en una ronda diabólica
mirando los senos de esa tremenda mujer. ¡Qué envidia! Pero Balvinito estaba
alegre y no hay que molestarlo. Que bien
escondidito tenía este maricón de mierda la profesión de Valentino.
Actuaba como un casanova llamino, señores. No lo molesten. Pero se puede morir
por el infarto.
-
¡Qué se muera!
-
¡Envidioso!
-
No es envidia. Sino su postura de teórico, de comunista, de
moralista y mírenlo a tremenda mosquita muerta. Verdaderamente, es una caca…
-
No seas cojudo… ¿Y a quién hace daño? Es su comportamiento
sociológico. Es acumulación de experiencias… Chúpate esa. O crees que los
profesores con bigotes no tienen derecho a conocer otras personas de otras
latitudes… Sólo es pura envidia. ¡Déjenlo tranquilo!.. Ya nos contará, y punto…
-
Pero ese bigotón no cuenta nada. Es más terco que una mula
preñada. Lo que si me gustaría estar cerca para recrearme con tremendo culazo,
compañeros.
Balvinito movía sus brazos muy
alegre, y, por momentos, se volvía doctoral. De reojo vi que me señalaba y las
miradas de los forasteros llegaron a mis ojos quemando todo mi cuerpo.
-
Vamos, te quieren conocer.
-
Y yo… ¿Por qué?
-
Vamos, maricón…
-
Pero, es una mala educación…
-
Sólo un momentito… ¡no te gustaría comerte a esa tremenda
mujer!
-
No jodas, Balvinito…
-
¡Vamos! Me han dicho que son tus paisanos… dicen que son de
Chimbote.
Chimbote. Me vino a mi cabeza la
Sessarego, Banchero Rossi, el gran armador...el olor del pescado cuando pasaba
el bus por ese puerto. Recordaba cuando los pescadores cerraban las cantinas y ahí repartían sus ganancias,
bebiendo grandes cantidades de cerveza y cuando no había cigarrillos, los
pescadores armaban los billetes y los fumaban muy orondos. Cómo no
acordarme de Chimbote, si en ese puerto
pesquero, mi hermana Lía me preparó en uno de mis cumpleaños un estofado de
tramboyos y nos quedamos dormidos hasta el día siguiente todos los que comimos
ese exquisito plato. El cumpleaños lo pasamos en brazos de Morfeo.
-
Vamos…no seas maricón…
-
No jodas…voy, pero voy solo- me puse en pie y fui a la mesa
donde estaban los paisanos.
Me presenté. Casi me obligaron a
sentarme y lo hice dificultosamente. Ella me miró y sonrió. “No le gusto”-
dije. Los paisanos se acercaron a mí y olí sus alientos llenos de cerveza y a
pimienta barata. Estaban borrachos. “Este Balvinito me cagó”- dije todo
amargado. La hembra me dijo salud. El vaso que tenía en sus manos nada
delicadas estaba casi lleno de cerveza. “¡Qué tal mujer, cómo chupa! Sus ojos
amarillentos se posaron en los míos. Tenía los pómulos curtidos por el sol y
por la borrachera. Se paró toda ella. Y allí, muy cerquita, vi su cintura como
la de una Barbie. Muy alta. No me había engañado, sus senos eran muy provocativos,
suplicantes. Puso su tremendo trasero sobre la mesa. El pantalón muy ajustado
hacía que la baba tocara mis labios y mi pene endureciera hasta querer explotar
en millones de espermatozoides con ansias de salir de esa caverna negra y arrugada por los años. ¡Ay!… ¡Aguanta,
carajo, no te chorrees!
-
¿Bailamos, flaco precioso?- me dijo.
-
Sí…baila, paisano- dijeron los muchachos chimbotanos.
Ella, la mujer codiciada se acercó a mí,
casi tocándome. Me cogió de un brazo y con poco de esfuerzo, me puse en pie. “¿Y
si se sacara el sombrero?” Tenía un sombrero de vaquero, por eso se veía muy
alta. No le dije que se lo quitara. Me acerqué a sus pechos prominentes. Los
sentí duros, muy duros y que no permitía estar cerca, cerquita, como yo quería,
para introducirle mi pierna donde sabía que a mi pene le gustaba estar. Ella me
puso su cabeza encima de mi hombro, y me susurró algo, alguito.
-
¿Cómo te llamas?- me dijo.
-
Primero, dime el tuyo- le dije.
-
No, tú primero- me replicó y sentí su voz ronca.
-
Bien, te diré. Me llamo Julio, y tú.
-
¿Seguro quieres saber mi nombre?- Me dijo y me dio muchas
ganas ardientes, casi acomodándome para darle un zarpazo de amante cautivador,
y me quedé calladito para escuchar su nombre de hembra cariñosa.
-
¡Jaime!- me gritó…
-
¡Mierda!- dije y me escapé de sus brazos y, casi corriendo,
llegué a la mesa de mis amigos profesores.
Balvinito me vio llegar, y con su
sonrisita maliciosa, se alegró de haber hecho una buena faena…No sé si lo hizo
con mala fe, pero a mí me han enseñado que cualquier experiencia es buena hasta
donde la consideres como buena.
La flaquita como rama de eucalipto se
levantó muy temprano e ingresó a la ducha. Se escuchaba una canción hermosa de
Proyección. Agucé el oído. Estaba seguro que me dedicaba la canción. Traté de
entender el mensaje. Sí. Definitivamente era para mí. Me sonreí muy nervioso.
¡Qué caray, ya la cagué!
Salió de la ducha, y le vi sus
piernecitas delgaditas. Caminaba muy segura. Con tiernos movimientos de su
cabeza quería secar el cabello que le caía sobre sus hombros desnudos y
provocativos. Derrotado, la miré. Ella muy ella, pasó casi rozándome. Ingresó a
su cuarto. “Pero si tiene baño privado, por qué ha salido a ducharse afuera”
–dije, calladamente.
Salimos del Hostal, y nos fuimos, muy
callados, al terminal terrestre. En un bus partimos para Desaguadero boliviano
y llegamos al mediodía. Ella comía una manzana. Y creo que comía para no
hablar. A su costado, yo caminaba pensando en llegar a Juliaca, y punto final.
Nunca se debe dar por terminado nada si no ha terminado. Pasamos la frontera y
llegamos a territorio peruano. Estábamos ya en Desaguadero peruano. No había
bus para viajar. Y con mi voz gutural me dije: ¡Qué cojudo”.
-
Debemos almorzar…¿No crees?
-
Sí…no hay problema.
Qué fácil. Y yo haciéndome un mundo.
Pero debo tener cuidado, no seas triunfalista. La experiencia te ha enseñado
que no debes cantar victoria hasta no haberla conseguido totalmente.
En el restaurante, ella pidió un
plato de chicharrón y una cerveza. Para mí sólo un chairito, pero señorita que
esté bien calientito, por favor y la cerveza, señorita, heladita y con dos
vasos de cristal.
-
También tomarás cerveza, verdad…entonces, que traigan dos…
-habló muy lentamente pero segura lo que decía.
Pagamos la cuenta y nos retiramos
para ir al paradero. Cuando llegamos, la delegación de docentes estaba en
corrillo discutiendo algunos temas. La flaquita se asustó, y cogiéndome la
mano, me arrastró muy lejos de ahí.
-
Y ahora qué hacemos…no quiero que me vean.
Ingresemos a ese restaurante que tenía una
banderita colgada de un palito enclenque en la puerta principal. Estaba
regocijante.
-
Señorita, una cerveza y una gaseosa- casi gritó.
-
¿La gaseosa de a litro?
-
La que desee…
-
Pero tienen que consumir pollo a la brasa…
-
No se preocupe, señorita…si me atiende bien, yo le daré a
usted una propina, ok…
Llenó el vaso. Brindó por el viaje y
por la alegría de volver a su Perú.
-
Ese conejo no me gustó para nada- dijo, y continuó- Malita,
muy malita la comida boliviana. La cerveza ni la probé. Me puse a bailar y a
extrañarte. Quería estar para darte cólera. Pero cuánto me hubiera gustado
estar ahí contigo, bailar y tomar unos cuantos traguitos, pero quería
divertirme contigo, te lo juro…Bueno ya pasó…como dijo periquito divertámonos
un poquito, no crees.
Estaba en silencio. No podía creerlo.
Ella llevaba la batuta. Estaba alegre porque sus ojos y sus manitas se movían
locamente. Razón tenía mi abuelo Pinganilla. Tienes que ser perseverante hasta
la victoria final.
La cabeza pequeña de mi abuelo se
perdía entre anchos hombros. Su contextura era gruesa. No era tan alto, pero su
voz gruesa e impositiva daba mucho miedo. Todo animal que criaba era de raza.
Chanchos grandazos que parecían burros. Los perros gran danés asustaban a los
clientes que llegaban a comprar mondonguito a su pareja doña Eudoviges. Era una
mujer callada, y todo lo que el abuelo decía la pobre mujer corría para cumplir
las órdenes que don Pancho le daba.
Trabajaba como capataz de la familia
Dall Orzo. Montado en un caballo blanco muy alto. Don Pancho se creía dueño de
esas tierras que él cuidaba. No permitía que nadie cruzara por eso lares.
Algunos le decían El diablo, por su maldad.
-
Señores, es mi trabajo y yo lo cuido, por eso me pagan. Ni
ustedes ni mis familiares van a impedir que cumpla con mis deberes. Ya saben,
carajo. Nadie me va a venir a joder…
Un día el mar embraveció, y los
pescadores artesanales no podían ni debían salir a pescar. En el muelle los
estibadores y lancheros tampoco trabajaron. Los trabajadores se pusieron a
tomar chicha y se emborracharon. Al día siguiente, el mar seguía bravo y los
lancheros y estibadores seguían bebiendo chicha, pero ahora la fiaban. Los
jóvenes nos dedicábamos a ir al colegio y, por la tarde, a jugar pelota.
Pasaron así tres días y las madres de
familia ya estaban preocupadas porque escaseaba el pescado que era el sustento
principal. No ingresaba dinero y sólo salía para la chicha y algunas cervezas.
La situación económica estaba poniéndose color de hormiga. Ya no había pescado
salado en los mulos. Los pescadores miraban desde los cerros al mar que no
bajaba la marea. Los rostros estaban hinchados y con un color negro marrón.
-
Oscar, vamos a tirar atarraya a los pozos de Dallorzo.
-
Estás cojudo…mi abuelo nos mata.
-
No pasará nada…vamos le diremos que nos permita cazar unos
cuantos pescaditos y nada más.
En esos pozos había mojarras,
cholcoques, bagres, lifes. Peces muy apetecibles. Comer unas panquitas de lifes
era para chuparse todos los dedos. Los cortaban en pedacitos. Les ponían
cebollita de rabo picada. Mantequita. Ají rojo y amarillo, vinagrito de
Castilla, culantrito bien verde y otros condimentos que servían para darle el
gusto exquisito. Los embalaban en pancas de choclos y, sobre carbones rojos y
ardientes, se cocían.
-
Vamos…llevas tu atarraya y si pasa algo, él, tu abuelo, te la
devolverá.
-
Ël siempre ha dicho que no le interesan los amigos ni
familiares.
Montados en sendos burros fuimos a
los terrenos de Dallorzo. Alegres, bulliciosos. El sol estaba encima de
nuestras cabezas, pero íbamos a pescar para traer pescadito para el almuerzo,
abuelito.
-
Qué abuelito ni abuelito, fuera de aquí.
-
Soy Oscar, hijo de tu hija Inés…
-
¡Qué Inés de mierda! –gritó el abuelo sin bajarse del caballo
-
Estas atarrayas quedan conmigo y váyanse antes que les meta
el caballo…
Salimos disparados.
-
No te dije que mi abuelo era un maldito.
-
¡Es una mierda!
-Señores, vengan por acá- nos dijo la mesera muy
seria.
Nos llevó al segundo piso de la pollería. Era un lugar
tranquilo, lleno de silencio y, para nosotros, una música calladita, amorosa.
Nos miramos y nuestros cuerpos se juntaron porque ellos querían estar juntos.
-Abríguense con esto- nos arrojó a nuestras piernas un
manto de hilo de diversos colores atractivos y con dibujos incaicos.
La cerveza estaba cantarina. La música se acercaba a
nuestros oídos y nos acariciaba. Solo el rechinar del piso de madera nos hería
el ambiente. Pero estábamos contentos.
-Yo no sé cómo y por qué hago esto. Jamás he bebido.
Jamás he engañado a mis padres. Nunca me he alejado tantos días de mi casa y,
ahora, lo hago contigo…
-Ya… ya…
- ¿No me crees, verdad?
-Sí… sí te creo…
-No sé qué me está pasando…
-Ya…ya…
-Y me da ganas de pedirte algo imposible…
-¿Qué...?
- Mejor… no…no…no
-¿No confías en mí?
-¡No..! ¡No..! No es eso…
-Ya, dime
-Mejor… ¡Abrázame!
-¿Qué?
-Que me abraces- y se arrinconó en mi hombro
izquierdo.
Con mucho miedo y temeroso levanté mi brazo y lo puse
sobre su hombro.
-¿Estás temblando?
-¡No..!
Recuerdas que te dije que es flaquita como rama de
eucalipto. Pues estaba temblando y, ahora, no la sentía así porque quería salir
volando como un cobarde. ¡Qué experiencia y qué experiencia! Ella se sentía mi
dueña. Y era mi dueña. Mis nervios, mis huesos eran de ella.
-¿Puedo ir al baño?
- Claro…
En el baño, me puse a miccionar y levanté la cara. Cerré
los ojos. Cuando terminé sacudí mi miembro y me di cuenta que estaba muy serio,
casi preocupado. ¡Qué, carajo! Esta flaca de mierda me va a vencer. Esta
anchoveta escuálida como le dice un amigo, me va a ganar. Solo eres un gran
cojudo, un gran cojudo, eso eres. Levanta los hombros y déjalos caer, tres
veces como dices tú. Ahora, a enfrentarse a esa flaca de mierda, a esa linda
flaquita, y salga lo que salga porque así lo quiere Dios.
-Abrázame… no pasará nada malo, te lo aseguro.
Bebimos y bebimos. Cantamos y cantamos. Le cogía sus
duras rodillas y de vez en cuando le pasaba mis gruesos dedos en su ombliguito
tan pequeñito.
-Ahora ya les sirvo el pollo
-Señora, nosotros le avisamos, por favor…
La tarde se cargaba de oscuridad. Su aliento me
acariciaba. Casi ya no se escuchaba la música y solo los dos nos acariciábamos
con nuestras miradas desconcertadas. Dios, y ¿ahora qué hago? Lo que hacen los
hombres cuando quieren vivir felices. Y así con su aliento caliente y sus
huesos fríos, mi mano recorrió sus caderas y la manta calló al suelo. Me miró
la flaquita y sonrió.
-¿Sabes lo que vas hacer?
-¡Diablos!.. Disculpa.
Levanté la manta colorida y volví a ponerla sobre
nuestras piernas. Bebí apresuradamente un vaso de cerveza. Sentí que sonreía,
que se burlaba…
-¡Señora..!
-¡Señora--¡
“Cuando sea profesora, seré profesora. Estudiaré y
estudiaré. Me matricularé en otros cursos, volveré a matricularme, estudiaré y
volveré a matricularme. No quiero ser una profesora mediocre. Viajaré. Conoceré
otros mundos. Dios no me abandonará porque jamás haré daño a nadie. Si me
caigo, me levanto. Y si no me caigo, me empino, sin soberbia. Ayudaré a quien
merece mi ayuda. Si alguien me regala un pañuelo, yo le regalo una frazada,
pero todo con amor, sí, señor. Y hoy día no voy a llorar porque esta vida mía
me necesita enterita. Quiero entender que yo soy dueña de este pedazo de carne
flaca, de huesos fríos, pero estoy llena de amor, de mucho amor…”
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Mi hermana estudia en Bolivia, y me dice: Brujis. Es
interesante. Le gusta la Medicina y eso está preocupada. Es bonita y, sabes, es más gordita que yo.
-
¿Y tiene tu misma naricita?
-
¡No!- Malo…
Cuando llega de Bolivia y me pregunta sobre mis
estudios y quiere saber si tengo enamorado. Aveces, me pongo rojita, y me dice:
-
¡Ah, picaroncita..!
Me tumba sobre la cama, me hace cosquillas, se sube
sobre mí y terminamos en el suelo en una sonata de risas y palmadas.
Mi madre, con su delantal blanquito, abre la puerta
del dormitorio. Nos ve en el suelo, grita con una alegría de madre cariñosa.
Nos paramos rápidamente y la abrazamos y la despeinamos con nuestras manitas
risueñas. ¡Qué calor de hogar!
Mi hermano, es odontólogo. Recién ha abierto su
estudio. Tiene pocos clientes, pero es un amor de dentista, porque aún sabiendo
que necesita dinero para comprar sus libros no cobra a sus clientes que no
pueden pagar a un especialista en salud.
-
Ahora yo me siento mal que esté en este estado y bebiendo con
una persona muy adulta, pero yo te aprecio y me encanta estar contigo. Verdad.
¿No me crees, verdad?
Me da ganas de interrumpir esta
sesión. Debo pagar la cuenta y que vaya a dormir a un hostal. La señora queda contenta. Nos aconseja como
un familiar muy querido, y nos despide:
-
Cuídense…abríguense que hace mucho frío…
Conversamos con el dueño del hostal. Pido dos cuartos.
Ella dice uno. Repito y digo dos. El propietario nos mira y se está molestando.
-
Yo pago, señorcito…entonces, hágame caso a mí…y aquí está su
propina…
-
Bien…
Ingresamos al cuarto. Está frígido. Ella se arroja a
la cama, desarmada y con ganas de gritar su triunfo. Se mete entre las frazadas
de lana y de hilo, y me grita:
-
¡Ven, no seas cobarde! ¡Qué te puede hacer una mujercita
flaquita! Que ese chico que me viste hace algunos días cuando tú estabas
esperando tu micro, ese chico fue mi enamoradito, por muy poco tiempo
-
Pero te tenía de tu manita, y estaban contentos…
-
¡No!...¡No…!
Y comenzó a hablar y me dijo que mucho tiempo quería
estar con un enamorado que la quisiera,
la apoyara, que la hiciera sentirse amada.
Que el hombre la besara sin medida hasta morir, pero que no sentía nada
de nada. Se sentía vacía, y que no comprendía por qué sus amigas hablaban tanto
del amor y de sus hombres, y ella no encontraba quién la quisiera o sentirte
contenta y amada. Me tendí al lado de ella, y
me abrigó con las mismas frazadas que le daban calor. Su aliento no era
agradable, pero sus palabras susurraban un mundo de ternura. Y me dijo que
estaba buscando un hombre que la hiciera sentirse muy mujer. Y que dónde podría
encontrarlo. Comenzó a llorar, sin decir palabra alguna. No sabía yo qué hacer:
limpiarle sus lágrimas, decir palabras de consuelo. Me quedé callado, y la dejé
con su mundo de lágrimas e impotencias.