viernes, 11 de abril de 2025

 

Introducción para el blog:

Una voz joven se abre paso entre palabras, libros y emociones.

En este testimonio, compartido desde la intimidad de una conversación, una muchacha revela su mundo: su familia, sus sueños, sus dudas, su vocación de maestra, y su firme deseo de dignificar el oficio docente. Entre risas, recuerdos, ideales y confesiones, late el espíritu de alguien que quiere transformar su realidad con ternura, lectura y coraje.

 

Publicamos este texto como un canto a la esperanza, a la juventud que sueña y a la educación como fuerza liberadora.

Aquí, donde se mezclan la cerveza, la risa, la lucha y el amor, se alza la voz de una futura maestra que no ha dejado de creer en la dulzura, en el pueblo, y en el poder del conocimiento.

 

 

-Mientras comemos el pollo, podrías contarme algo de ti, por favor.

-¿Qué contarte?

-De ti…

Bien, ahí va… mi hermana estudia en Bolivia, y me dice: Brujis. Es interesante. Le gusta la Medicina y en eso está preocupada. Es bonita y, sabes, es más gordita que yo.

-           ¿Y tiene tu misma naricita?

-           ¡No!- Malo…

Cuando llega de Bolivia y me pregunta sobre mis estudios y quiere saber si tengo enamorado. A veces, me pongo rojita, y me dice:

-           ¡Ah, picaroncita..!

Me tumba sobre la cama, me hace cosquillas, se sube sobre mí y terminamos en el suelo en una sonata de risas y palmadas.

Mi madre, con su delantal blanquito, abre la puerta del dormitorio. Nos ve en el suelo, grita con una alegría de madre cariñosa. Nos paramos rápidamente y la abrazamos y la despeinamos con nuestras manitas risueñas. ¡Qué calor de hogar!

Mi hermano, es odontólogo. Recién ha abierto su estudio. Tiene pocos clientes, pero es un amor de dentista, porque aun sabiendo que necesita dinero para comprar sus libros no cobra a sus clientes que no pueden pagar a un especialista en salud dental.

Yo seré como tú lo sabes una profesora de Comunicación. También me he dado cuenta que mis familiares consideran a los profesores, como simples profesores. La sociedad ha satanizado al Magisterio. Califican a los profesores como borrachos, mujeriegos, ganapanes, etc. Pero yo no creo  lo que dicen y, por eso, se me metió el demonio en mi orgullo y dije, yo seré profesora. Marcharé con el gremio por las calles gritando con toda mi alma: SUTEP. Pediré que reivindiquen en lo social y económico al Magisterio peruano. Leeré y siempre leeré. Compraré buenos periódicos y revistas. Concurriré a las conferencias, a los congresos literarios. Conversaré con los escritores. Llenaré mi alma con dulzura y amor por mis alumnitos. Visitaré lugares históricos. Me encanta ser libre como el aire y libre para contagiar a los demás. Me encanta quererme y por eso doy todo para quererme. Sufro por los niños más pobres que yo. Leí sobre la gran labor que desempeñó Espartaco por sus hermanos esclavos. Gran amor que todo profesor debe sentir por su pueblo. He caminado de la mano con los sofistas. Amo a Sócrates con la fuerza de mi espíritu. Conozco la tarea pedagógica del Medioevo, sus Liceos, sus universidades. Su bendita religión y su maldita guillotina. En mis ojos tengo las imágenes de la revolución francesa y rusa. Igual se me presentan en las noches cálidas los sonidos de los tambores de los conquistadores: Inglaterra, España, Alemania… He leído a Mark Twain, Dostoievski, Shakespeare, Unamuno, García Márquez, César Vallejo, etc. Pero, sabes, me falta mucho, mucho… creo que me estoy volviendo pesada, ¿verdad?

-           No…jamás…

-           Otro día te cuento de mis enamoraditos, si tú quieres…

-           ¡Qué bien se toma cerveza conversando..! – se colgó de mi chalina, y me tragué su aliento.

-           ¡Ah, y te contaré cómo me gustaría  que me hicieran el amor…Ahora yo me siento mal que esté en este estado y bebiendo con una persona muy adulta, pero yo te aprecio y me encanta estar contigo. Verdad. ¿No me crees, verdad?

 

Introducción al relato

Confesión primera: Don Pancho y los peces del diablo

Este relato lo he escrito tal como brotó de mi memoria y de mi corazón. No lo he corregido ni embellecido porque así lo viví, así lo sentí, y así quiero contarlo. Pertenece a esos recuerdos que dejan cicatriz, pero también enseñanzas. Recuerdos de un tiempo donde la palabra del abuelo era ley, donde el mar nos daba de comer… o nos lo quitaba todo.

Aquí no hay héroes perfectos ni villanos de novela. Hay gente. Gente de carne y hueso. Como tú, como yo. Como tantos que hoy ya no están, pero que siguen vivos en cada historia que nos atrevemos a contar.

Publico este texto sin miedo a las críticas injustas, porque he comprendido que escribir es también resistir. Resistir el olvido, resistir el silencio, resistir el miedo.

Te invito a leerlo con el alma abierta.

Oscar Alejandro Jacinto Sánchez

Estaba en silencio. No podía creerlo. Ella llevaba la batuta. Estaba alegre porque sus ojos y sus manitas se movían locamente. Razón tenía mi abuelo Pinganilla. Tienes que ser perseverante hasta la victoria final.

La cabeza pequeña de mi abuelo se perdía entre anchos hombros. Su contextura era gruesa. No era tan alto, pero su voz gruesa e impositiva daba mucho miedo. Todo animal que criaba era de raza. Chanchos grandazos que parecían burros. Los perros gran danés asustaban a los clientes que llegaban a comprar mondonguito a su pareja doña Eudoviges. Era una mujer callada, y todo lo que el abuelo decía la pobre mujer corría para cumplir las órdenes que don Pancho le daba.

Trabajaba como capataz de la familia Dall Orzo. Montado en un caballo blanco muy alto. Don Pancho se creía dueño de esas tierras que él cuidaba. No permitía que nadie cruzara por eso lares. Algunos le decían El diablo, por su maldad.

-          Señores, es mi trabajo y yo lo cuido, por eso me pagan. Ni ustedes ni mis familiares van a impedir que cumpla con mis deberes. Ya saben, carajo. Nadie me va a venir a joder…

Un día el mar embraveció, y los pescadores artesanales no podían ni debían salir a pescar. En el muelle los estibadores y lancheros tampoco trabajaron. Los trabajadores se pusieron a tomar chicha y se emborracharon. Al día siguiente, el mar seguía bravo y los lancheros y estibadores seguían bebiendo chicha, pero ahora la fiaban. Los jóvenes nos dedicábamos a ir al colegio y, por la tarde, a jugar pelota.

Pasaron así tres días y las madres de familia ya estaban preocupadas porque escaseaba el pescado que era el sustento principal. No ingresaba dinero y sólo salía para la chicha y algunas cervezas. La situación económica estaba poniéndose color de hormiga. Ya no había pescado salado en los mulos. Los pescadores miraban desde los cerros al mar que no bajaba la marea. Los rostros estaban hinchados y con un color negro marrón.

-          Oscar, vamos a tirar atarraya a los pozos de Dallorzo.

-          Estás cojudo…mi abuelo nos mata.

-          No pasará nada…vamos le diremos que nos permita cazar unos cuantos pescaditos y nada más.

En esos pozos había mojarras, cholcoques, bagres, lifes. Peces muy apetecibles. Comer unas panquitas de lifes era para chuparse todos los dedos. Los cortaban en pedacitos. Les ponían cebollita de rabo picada. Mantequita. Ají rojo y amarillo, vinagrito de Castilla, culantrito bien verde y otros condimentos que servían para darle el gusto exquisito. Los embalaban en pancas de choclos y, sobre carbones rojos y ardientes, se cocían.

-          Vamos…llevas tu atarraya y si pasa algo, él, tu abuelo, te la devolverá.

-          Ël siempre ha dicho que no le interesan los amigos ni familiares.

Montados en sendos burros fuimos a los terrenos de Dallorzo. Alegres, bulliciosos. El sol estaba encima de nuestras cabezas, pero íbamos a pescar para traer pescadito para el almuerzo, abuelito.

-          Qué abuelito ni abuelito, fuera de aquí.

-          Soy Oscar, hijo de tu hija Inés…

-          ¡Qué Inés de mierda! –gritó el abuelo sin bajarse del caballo

-          Estas atarrayas quedan conmigo y váyanse antes que les meta el caballo…

Salimos disparados.

-          No te dije que mi abuelo era un maldito.

-          ¡Es una mierda!

 

 


jueves, 10 de abril de 2025

-xausy

 La esperó muy ansioso en el restaurante ubicado  cerca del centro comercial San José. Durante la noche, Juliaca se llenó de rayos y truenos; la mayoría de los comerciantes cerraron sus negocios y se encerraron temprano en  sus casas. Algunas discotecas recibían a muchos jóvenes deseosos de diversión. Se puede decir que en Juliaca, la Ciudad de los vientos, por estos  días, la vida transcurría normalmente, sin nada que llamara la atención.

Una señora con caderas ensanchadas y envuelta con un delantal crema con manchas rojas de condimentos, se acercó a Julio y, muy oronda, introduciendo las manos en los grandes bolsillos del mandil, le dijo:

- Tome asiento, caballero. ¿Qué le sirvo?

- ¿Qué hay para comer a estas horas?

- Lo de siempre, caserito: tamales, adobo, chicharroncito, caldo de cabeza...

 - Gracias, señora. Espero a alguien. Yo la llamo, por favor.

- Está bien...

Se le notaba nervioso. Llegó a la puerta y estiró el cuello. Acercó la nariz a su hombro derecho y enhaló profundamente y se quedó tranquilo: el aroma del perfume lo acompañaba, lo acompañaba, todavía.

De pronto, un triciclo se detuvo. El triciclista le hablaba amigablemente a su pasajera. Julio, volteó y se puso más nervioso pero corrió hacia el triciclo, y extendió una cantidad de dinero y se la entregó al buen conductor que estaba sonriente.

- Sr., ya me pagó la señorita...

- No te preocupes... llévalo nomás- acentuó Julio y, con alargados pasos, fue hacia Xausy. La talla de ella era casi a la de Julio. Ella se notaba que pesaba más que él. Tenía los labios rojos bien delineados de mariposa enamorada. Llegó a la mesa, y se sentó dejando en otra silla su cartera llena de papeles y cosas que las profesoras usan en su vida diaria.

Sin saber dónde sentarse, Julio dio vuelta a la mesa, y, por fin, se sentó.

-¿Llegó usted temprano? -habló rápidamente la mujer.

-Sí... hace media hora y pensé que no vendrías...Ah, deseas, chicharroncito, hay adobo, tamales, o caldo de cabeza. Tú decides...

- Se me ha hecho tarde, mejor lo llevaré en un táper para mi trabajo, ¿no cree?

- Lo que tú decidas, no hay problema... -Levantó el brazo  a la señora del delantal con grandes bolsillos indicando que se acercara, y, prontamente, la señora llegó toda risueña.

- Ordene, señor. 

- Deseo un chicharrón para que la señorita lo lleve...

- No, no, por favor... prefiero un caldito de pata, para curar esta cabecita que anoche se ha perdido...

- ¿Te has divertido ayer?

. Señor, y para usted, ¿qué le traigo?

- No, nada, sí, nada. 

- ¿Cómo que nada? Coma, usted, alguito, porque está flaquito- dijo la mesera.

- Sí, sí, señora. Tráigale un chicharrón, por favor.

Julio quería correrse. No había pensado eso toda la noche. Quería demostrarle cómo se come. Quería endulzarla con una conversación magistral. Había recurrido a un diccionario de sinónimos y antónimos para cautivarla y envolverla con palabras melifluas hasta sosteneral en un jardín de rosas rojas, de margaritones, de claveles que como saetas se incrustaran en su oído eternamente.

- Le quiero contar alguito que me ha pasado anoche- dijo apresuradamente.

- Cuéntemelo, cuéntemelo...

- Pero, espero que no me califique mal...

- No, no lo haré...

- Bien, sucede que una amiga me llamó por teléfono y me invitó a salir a bailar. Nos fuimos. En la puerta de la discoteca, dos amigos de mi amiga Esther, se acercaron a nosotras y, juntos, ingresamos a la disco...

Julio ya no la miraba con esas ansias de locura como había pensado de ella la noche anterior.

- Como le decía, -continuó la apresurada mujer- fue una loca noche, tan loca que me quedé sola con Samuel, un ingeniero que trabaja en una mina cuya nombre ni me acuerdo. Mi amiga se fue con el otro chico. Pero, ahí nomás le cuento, porque lo otro es mi secreto... pero, ¿qué tendría de malo si le cuento?

- Claro, qué de malo tendría si me cuenta. Hágalo nomás...hágalo...

-Sucede que amanecí en su cama, y creo que me ha hecho el amor. Cuando me levanté, él ya no estaba. Seguro que se fue a la mina.

- Bien, y tú...

- Yo, yo.. ¿qué?

- Si lo denuncio qué ganaría. Ya soy mayor de edad... Y no me acuerdo nada de nada. Ni siquiera, ahora, me acuerdo de qué casa he salido, la dirección... he sido una estúpida...

- ¿Y si sales embarazada?

- Seguro que mis amigas me aconsejarán que recurra a la píldora del día siguiente, ¿usted no cree?

- Diablos, yo...yo...¿qué aconsejarte?

- Srta., aquí está su pedido...

- Ah, señora, véndame una gaseosa de un litro, yo le dejo por el embase, ¿bueno?..no sea malita...- Se paró. Recibió la gaseosa, cogió el táper donde iba el talón de una pata de res, con papas y arroz, y, en una bolsa de plástico estaba calientito el caldo de pata, y salió tan apresurada como entró, sin antes darle un beso en la cabeza de Julio.

- Aquí su chicharroncito para usted, buen hombre.

- Querrá decir, buen cojudo...

- ¿Qué me dijo?

- ¡No!, nada, señora, que me traiga la cuenta, por favor...

La señora le dijo que era cincuentisiete soles. Julio canceló y, como quien se lo lleva el diablo, desapareció. 

- ¡Señor, señor... su chicharroncito!


OSCAR ALEANDRO JACINTO SÁNCHEZ

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martes, 8 de abril de 2025

 CHE

Es tan flaquita que sus huesos huelen a rosas rojas y a margaritones. Ella no lo sabe, pero olí esa fragancia en mi pecho ardoroso. ¿Ves cómo soy hombre de carne y sexo? Esto me convierte en un materialista grosero y ocioso.

 Mi flaquita no debe ser un objeto sexual, no te equivoques. Ella es mi alimento mental. Si algún día llegamos a comprendernos, arribaremos al amor real. Pero eso… es decisión de los dos.

 Creo, como tú, que el amor busca la defensa de los valores. Por eso le digo a ella que no hacemos daño a nadie queriéndonos como nos queremos. Cuando me habla de su perrita que no se enferma, y de su gatito que no tiene hembra, quisiera ayudarle a resolver dicha contradicción. Pero ella debe luchar por la vida de su perrita traviesa y de su gatito pin pin.

 Siempre le he dicho que es bonita e inteligente. Le he dicho que triunfará por su genio indomable y su mirada tierna. He sufrido mucho cuando le decía que buscara otro amor… pero no quería decirle que la amaba. Inteligentemente, ella se daba cuenta de que yo deseaba que me lo dijera primero. Y si ella me amaba, y yo también, entonces, como dos polos positivos, nos repelíamos.

 Y nos reñíamos. Y peleábamos. Para envidia de muchos y alegría de otros. Así hemos pasado por las aguas infinitas del tiempo. Es verdad, te lo juro.

 A veces, en nuestra ignorancia, discutíamos como dos niñitos cuando pelean por un juguete. Es que el juguete es el centro del mundo para ellos, como el amor lo es para nosotros, los adultos.

¡Qué escándalo! Pelear por el amor. Pelear por quién quiere más.

Una botella de vino es deliciosa, pero dos… es peligrosa. Igual el amor: no es solo el centro agradable del mundo; es la esencia de nuestras vidas.

 Yo prometí ayudarla. Si ahora no acepta, me alegraré. Y si acepta, no me alegraré. Esa es la acertada contradicción de un mundo real. No debo ser egocéntrico. Ella tiene su mundo; yo, el mío. Cada uno es libre de amar.

 Si ahora ya no está, no está, pues. Tiene el derecho de volar todos los cielos a su antojo. Es su libertad. Es su mundo.

—Estás llorando sobre la leche derramada —me dices.

Tú también tienes derecho a pensar, amigo… pero no te vayas a matar por mí. Sería un regalo funesto que me hagas. Yo nunca te dije que me amaras. Pero el día que te vayas de este mundo, mojaré el manto de la Verónica con mis lágrimas. Gracias. Dios te bendiga.

Es verdad que caminamos mucho, pero conocemos poco. Es verdad que besamos a muchas mujeres, pero no besamos con amor desinteresado a nadie.

Yo no debo amar a una mujer para que mi madre se sienta contenta, para que mis amigos brinden por los novios, o para que los vecinos digan que somos una pareja feliz.

 Ah, eso sí: no debo aceptar que mi amada sea una marioneta manejada por su madre, sus amigos o sus vecinos. Ella debe ser ella: con su cuerpo flaquito, con sus riñas, con sus gestos de gatita malcriada. No debe ser un maniquí vestido al capricho de otros. Ella debe ser ella, con sus valores, con su dignidad.

Varias veces le dije que me gustaba su naricita bonita, sus labios sedientos, y sus señoritas redonditas. En ese tiempo me preguntaba si sería eternamente para mí.

 Lloraba con mis ojos materialistas y con mi mente egoísta. Felizmente, ya estoy lleno de años viejos y puedo pensar en ella, pero en ella como dueña de su vida, de sus señoritas, y de la libertad de amar a otros labios sedientos… con leche de la razón sexual.

 Lloraba solo, pensando en ese mundo real. Y lo comencé a hacer en el cuerpo de mi flaquita amorosa. Y me gustó. Ella también lo saboreaba.

 —Solo por eso me quieres, ¿verdad? —me decía con su voz apagada por el trajinar del sexo, ocultando su cuerpo acanelado con unas sábanas medio blancas del hostal.

 Yo guardaba silencio, como un pilluelo acorralado con las manos en la masa. Temeroso, avergonzado, arrinconaba mi cara entre sus señoritas temblorosas. Estaba agitado. Sin moral ni vuelo de gaviotas. Triunfante. Regocijado. ¿Amado?

 Ya no tengo sus labios, pero estoy contento, porque sé que ella cuida muy bien de sus señoritas… y de su mundo.

 —Insensible. Alguien la hace transpirar en olas de voluptuosidad, y… ¿y tú estás contento?

—Pero si ella está… ¿qué me queda, amigo?

 Protágoras, amigo, ¿es una falsa percepción?

Nietzsche, maldito amigo, ¿mis sentimientos me engañan?

Sócrates, padre nuestro, me busco y no me encuentro en este valle de llanto y de miseria.

 Ella dice que le engaño, que solo vivo por sus labios húmedos y ardorosos.

 ¿Por qué me prendía de sus labios? ¿Eso indicaba que la quería? No. Es falso. Es el alfil del sexo en una yegua salvaje. Y es exquisito cuando la bestia se tranquiliza en su cuerpo, y se extasía con la lengua en una encarnizada lucha con la lengua mía.

 ¿Y los valores? ¿Y ella? Haciendo sexo con mi lengua, con un ritmo atronador de sus gemidos y pasiones. ¡Oh, idolatrado beso tormentoso! ¡Eres dueño de la envidia humana! ¡Cuánto te extraño!

 Y cuando le preguntaban si se consideraba una prostituta… ¿qué le decía yo?

 —¿Tú, una prostituta? No. No eres una prostituta.

 El gran político Pericles, cuando lanzó la ley de no casarse entre clases sociales, jamás imaginó que se enamoraría de una hetaira famosísima. Esa mujer, como tú, se llamó Aspasia. Ella enseñó a Pericles a hablar en público y a gobernar.

No olvides que tres hetairas causaron la guerra del Peloponeso. Aspasia fue acusada de ejercer la prostitución por las damas “dignas” de la sociedad burguesa.

 Tú, como ella, haces del amor un arte.

 Cuando veíamos algunos CD en la computadora, tú decías:

—Esto ya lo hicimos, ¿verdad? Esto nos gustó más. Pero esto era mejor…

 Y te vanagloriabas, cariño, como una cortesana sagrada.

 En esos momentos creí que habías leído los tratados de Artyanassa, de Filenis y los de Elefantis.

 Alguna vez saliste de la alcoba apresurada, sacudiéndote sexualmente como Friné. Voluptuosa, en un ritmo apocalíptico. Sentía que moría en el sudor de tu vientre. Caían gotitas por tus piernas saladitas de dulzura y amor. No las succioné para no romper tu ritmo.

Y caíste, abatida de tierna lujuria y caprichosa.

 Gozas de muchos encantos. Sentía que habías leído mucho sobre esas hetairas.

 ¿Recuerdas cuando Lais de Corinto, luego de ofrendar una corona de flores a Afrodita, salió desnuda sobre los hombros de hombres impávidos ante su belleza? Así eran las hetairas. Triunfadoras como tú.

 Así siento tus piernas desnudas en mis hombros flacos, cayendo por mi espalda tus gotitas de sudor.

 Platón enseñaba filosofía a Lais. Pero tú, como Lais, filosofas montada sobre este caballo caprichoso y terco.

 Dios te cuide, mi Amazona tierna.

Dulcinea, Dulcinea, qué otro hombre te alejó de mi camino. No te gustaron mis besos, mi bolsillo hueco. Pero, fíjate, mujer, qué abogad...