CHE
Es
tan flaquita que sus huesos huelen a rosas rojas y a margaritones. Ella no lo
sabe, pero olí esa fragancia en mi pecho ardoroso. ¿Ves cómo soy hombre de
carne y sexo? Esto me convierte en un materialista grosero y ocioso.
Mi
flaquita no debe ser un objeto sexual, no te equivoques. Ella es mi alimento
mental. Si algún día llegamos a comprendernos, arribaremos al amor real. Pero
eso… es decisión de los dos.
Creo,
como tú, que el amor busca la defensa de los valores. Por eso le digo a ella
que no hacemos daño a nadie queriéndonos como nos queremos. Cuando me habla de
su perrita que no se enferma, y de su gatito que no tiene hembra, quisiera ayudarle
a resolver dicha contradicción. Pero ella debe luchar por la vida de su perrita
traviesa y de su gatito pin pin.
Siempre
le he dicho que es bonita e inteligente. Le he dicho que triunfará por su genio
indomable y su mirada tierna. He sufrido mucho cuando le decía que buscara otro
amor… pero no quería decirle que la amaba. Inteligentemente, ella se daba
cuenta de que yo deseaba que me lo dijera primero. Y si ella me amaba, y yo
también, entonces, como dos polos positivos, nos repelíamos.
Y
nos reñíamos. Y peleábamos. Para envidia de muchos y alegría de otros. Así
hemos pasado por las aguas infinitas del tiempo. Es verdad, te lo juro.
A
veces, en nuestra ignorancia, discutíamos como dos niñitos cuando pelean por un
juguete. Es que el juguete es el centro del mundo para ellos, como el amor lo
es para nosotros, los adultos.
¡Qué
escándalo! Pelear por el amor. Pelear por quién quiere más.
Una
botella de vino es deliciosa, pero dos… es peligrosa. Igual el amor: no es solo
el centro agradable del mundo; es la esencia de nuestras vidas.
Yo
prometí ayudarla. Si ahora no acepta, me alegraré. Y si acepta, no me alegraré.
Esa es la acertada contradicción de un mundo real. No debo ser egocéntrico.
Ella tiene su mundo; yo, el mío. Cada uno es libre de amar.
Si
ahora ya no está, no está, pues. Tiene el derecho de volar todos los cielos a
su antojo. Es su libertad. Es su mundo.
—Estás
llorando sobre la leche derramada —me dices.
Tú
también tienes derecho a pensar, amigo… pero no te vayas a matar por mí. Sería
un regalo funesto que me hagas. Yo nunca te dije que me amaras. Pero el día que
te vayas de este mundo, mojaré el manto de la Verónica con mis lágrimas.
Gracias. Dios te bendiga.
Es
verdad que caminamos mucho, pero conocemos poco. Es verdad que besamos a muchas
mujeres, pero no besamos con amor desinteresado a nadie.
Yo
no debo amar a una mujer para que mi madre se sienta contenta, para que mis
amigos brinden por los novios, o para que los vecinos digan que somos una
pareja feliz.
Ah,
eso sí: no debo aceptar que mi amada sea una marioneta manejada por su madre,
sus amigos o sus vecinos. Ella debe ser ella: con su cuerpo flaquito, con sus
riñas, con sus gestos de gatita malcriada. No debe ser un maniquí vestido al
capricho de otros. Ella debe ser ella, con sus valores, con su dignidad.
Varias
veces le dije que me gustaba su naricita bonita, sus labios sedientos, y sus
señoritas redonditas. En ese tiempo me preguntaba si sería eternamente para mí.
Lloraba
con mis ojos materialistas y con mi mente egoísta. Felizmente, ya estoy lleno
de años viejos y puedo pensar en ella, pero en ella como dueña de su vida, de
sus señoritas, y de la libertad de amar a otros labios sedientos… con leche de
la razón sexual.
Lloraba
solo, pensando en ese mundo real. Y lo comencé a hacer en el cuerpo de mi
flaquita amorosa. Y me gustó. Ella también lo saboreaba.
—Solo
por eso me quieres, ¿verdad? —me decía con su voz apagada por el trajinar del
sexo, ocultando su cuerpo acanelado con unas sábanas medio blancas del hostal.
Yo
guardaba silencio, como un pilluelo acorralado con las manos en la masa.
Temeroso, avergonzado, arrinconaba mi cara entre sus señoritas temblorosas.
Estaba agitado. Sin moral ni vuelo de gaviotas. Triunfante. Regocijado. ¿Amado?
Ya
no tengo sus labios, pero estoy contento, porque sé que ella cuida muy bien de
sus señoritas… y de su mundo.
—Insensible.
Alguien la hace transpirar en olas de voluptuosidad, y… ¿y tú estás contento?
—Pero
si ella está… ¿qué me queda, amigo?
Protágoras,
amigo, ¿es una falsa percepción?
Nietzsche,
maldito amigo, ¿mis sentimientos me engañan?
Sócrates,
padre nuestro, me busco y no me encuentro en este valle de llanto y de miseria.
Ella
dice que le engaño, que solo vivo por sus labios húmedos y ardorosos.
¿Por
qué me prendía de sus labios? ¿Eso indicaba que la quería? No. Es falso. Es el
alfil del sexo en una yegua salvaje. Y es exquisito cuando la bestia se
tranquiliza en su cuerpo, y se extasía con la lengua en una encarnizada lucha
con la lengua mía.
¿Y
los valores? ¿Y ella? Haciendo sexo con mi lengua, con un ritmo atronador de
sus gemidos y pasiones. ¡Oh, idolatrado beso tormentoso! ¡Eres dueño de la
envidia humana! ¡Cuánto te extraño!
Y
cuando le preguntaban si se consideraba una prostituta… ¿qué le decía yo?
—¿Tú,
una prostituta? No. No eres una prostituta.
El
gran político Pericles, cuando lanzó la ley de no casarse entre clases
sociales, jamás imaginó que se enamoraría de una hetaira famosísima. Esa mujer,
como tú, se llamó Aspasia. Ella enseñó a Pericles a hablar en público y a
gobernar.
No
olvides que tres hetairas causaron la guerra del Peloponeso. Aspasia fue
acusada de ejercer la prostitución por las damas “dignas” de la sociedad
burguesa.
Tú,
como ella, haces del amor un arte.
Cuando
veíamos algunos CD en la computadora, tú decías:
—Esto
ya lo hicimos, ¿verdad? Esto nos gustó más. Pero esto era mejor…
Y
te vanagloriabas, cariño, como una cortesana sagrada.
En
esos momentos creí que habías leído los tratados de Artyanassa, de Filenis y
los de Elefantis.
Alguna
vez saliste de la alcoba apresurada, sacudiéndote sexualmente como Friné.
Voluptuosa, en un ritmo apocalíptico. Sentía que moría en el sudor de tu
vientre. Caían gotitas por tus piernas saladitas de dulzura y amor. No las
succioné para no romper tu ritmo.
Y
caíste, abatida de tierna lujuria y caprichosa.
Gozas
de muchos encantos. Sentía que habías leído mucho sobre esas hetairas.
¿Recuerdas
cuando Lais de Corinto, luego de ofrendar una corona de flores a Afrodita,
salió desnuda sobre los hombros de hombres impávidos ante su belleza? Así eran
las hetairas. Triunfadoras como tú.
Así
siento tus piernas desnudas en mis hombros flacos, cayendo por mi espalda tus
gotitas de sudor.
Platón
enseñaba filosofía a Lais. Pero tú, como Lais, filosofas montada sobre este
caballo caprichoso y terco.
Dios
te cuide, mi Amazona tierna.
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