Estimado colega:
Recibo su mensaje con aprecio. Valoro profundamente que se tome el tiempo para compartir sus impresiones, especialmente respecto al sentido político que usted ha identificado en mi cuento La primera tarea.
Permítame explicarle que mi intención original al escribir este relato no fue colocar una lente política en la historia, sino más bien construir una narración de redención personal, de lucha interna, de ese tránsito doloroso entre el desencanto y la decisión. Timoteo no es un símbolo político, sino un joven que, ante la desorientación y la presión social, decide levantarse con humildad y dignidad.
Sin embargo, comprendo que todo acto humano tiene una resonancia política, en la medida en que se inscribe en un contexto social y económico determinado. En ese sentido, reconozco que el lector tiene todo el derecho —y el deber crítico— de encontrar en los textos sentidos múltiples, incluso aquellos que el autor no haya previsto.
Aprecio que me haya expresado su opinión con franqueza. Le aseguro que continúo escribiendo con el deseo de comprender mejor al ser humano, desde sus contradicciones, su ternura y su lucha.
Gracias nuevamente por leerme con atención y sinceridad. Le deseo muchas luces en su labor reflexiva y creativa.
Era su primera tarea. Tenía que cumplirla. Nunca había leído libros de política, pero sus amigos le dijeron que su vida estaba llena de política, de pura política.
Al terminar la secundaria, viajó a Lima, a la Gran Lima, para seguir sus estudios superiores. Se matriculó en una academia preuniversitaria, a pesar de los altos costos. Desde su rincón, miraba de reojo los senos palpitantes y frescos de sus compañeras, las nalgas juguetonas, y se deleitaba con el dejo de las limeñitas mazamorreras, tan amigables como hambrientonitas. Compartía con ellas jugosos dulces anaranjados y galletas saladitas que su madre le enviaba desde Juliaca.
—Mi hijo ha ido a estudiar a la capital, comadrita —decía la madre, orgullosa—. Y nunca le falta nada, porque como ve, yo contrabandeo.
Las vecinas, con miel en los labios gruesos, le preguntaban por su hijo capitalino. Lo llamaban el mazamorrero, el limeñito. Pero ella, vendedora curtida, respondía con sorna:
—Bien, muy bien, ahí le va…
Y se alejaba rápido de esa gente que ya le daba asco, como le confesaba a su hombre, quien se afanaba en poner aire a las llantas del camión.
—Te he dicho que no les hagas caso. Es envidia o quién sabe qué. Pero sé que te lo dicen con ganas de amargarte la vida.
—Ya me tienen harta. Un día de estos van a ver estas indiecitas envidiosas…
—Tu hijo también debe estar sufriendo. Es solo por mimarlo mucho, pero ya veremos, mujer… La vida no es para los cobardes.
Los primeros días tras su regreso a la Ciudad de los Vientos, el joven salía de la cama pasadas las ocho. Hora tardía para los juliaqueños emprendedores. Pero él se quedaba pensando en su vida:
“¿Me volveré contrabandista como mis padres? No me agrada. Quiero tener una profesión y debo lograrlo. No he sido derrotado. Perdí una batalla, pero no la guerra.”
—Mamá, deseo conversar contigo…
—Ahora no. Debo ir a la plaza a entregar mercadería.
Daba vueltas por la casa. La televisión no lo motivaba, los libros escolares no lo distraían. La casa, de cuatro pisos, tenía todas las comodidades que el contrabando puede pagar. De esas casas donde se regalan cincuenta cajas de cerveza en el matrimonio de un compañero de trabajo.
—Papá, ¿me podrías dar una propina para comprar libros?
—Ahora no…
Un día salió a dar una vueltita por las calles. El frío era intenso. Se abrigó con una casaca forrada en cuero de oveja. Caminaba con timidez, esquivando las miradas de los paisanos. Pensaba:
“¿Por qué regresé? ¡Qué mala decisión! Ya está hecho. No sirve que las uvas estén verdes. No debo desesperar. Todo está en limpio. Muy en limpio.”
Al volver, encontró a su madre contando el dinero del día.
—Mamá, mañana voy a limpiar las ventanas del primer piso…
—¿Para qué? Dile a Nicolás que lo haga.
—Quiero ayudar. Me aburro.
—¡No molestes! ¿Qué te falta? Sal, diviértete con tus amigos.
—Pero, mamá… quiero tener algo de dinero para comprar algunas cosas para mí.
—¿Como qué?
—Libros, por ejemplo…
—¿Libros? ¿Para qué? Yo nunca compré libros, y tengo dinero. Con ese dinero compramos las casas, los terrenos, el ganado. No nos falta nada… ¿o qué nos falta, Timoteo?
—Quiero estudiar, ser profesional.
—Te ayudamos. Te fuiste a Lima y no ingresaste. No es nuestra culpa.
—Es verdad, pero no estoy derrotado. Me prepararé, y lo lograré sin ayuda.
—¡Mira cómo te sale la maldad contra tus padres!
—No, jamás seré malagradecido. Los quiero. Por eso lo hago…
—Diviértete, hijo. Diviértete…
Tres días después, Timoteo se reunió con dos amigos de la secundaria en un restaurante.
—El día del examen me temblaron las piernas, me sudaban las manos. A mis costados, chicas bien sentadas, con piernas gruesas, quemaditas. ¡Dios, qué senos! Usaban… eso… brasieres, sostetas. Dos horas inacabables. Hoy, en Juliaca, solo recuerdo esas piernas, esos senos… como cartuchos de helado de fresa y chocolate. En el examen… ya me vaciaba. Como la zorra impotente, dije que Lima no me gustó. Mejor el Altiplano, con frío y agua de lago, pero nuestro. ¡Salud!
—¡Bravo, Timoteo! Aquí estamos tus amigos.
Bailando en febrero, Ña Candelaria se olvidó de él. Su pareja quedó embarazada, y su madre, al saberlo, reventó en cólera.
Buscó amigos. Quiso ser contrabandista como su madre, pero nadie lo ayudó. Su hijo nació pidiendo leche. La joven madre sangraba. La madre vieja, colérica, seguía llenando los bolsillos con dinero y rabia.
Ya no quería dinero para libros, sino para leche, pañales, medicinas, para pagar luz, agua y alquiler del cuartito en la cuadra cinco de la calle San Martín, cerca de la comisaría.
Juliana, su pareja, frisaba los diecisiete. Su mirada tierna la hacía aún más joven. Su silencio la volvía casi una criatura. En las noches, mientras dormía al niño, cantaba en quechua una canción de cuna que daba ganas de llorar. El niño se chupaba el pulgar y miraba a su madre como pidiéndole perdón.
—Teo, come esas papitas con queso. No quiero que estés en otro mundo. Hoy mi hermana me trajo una frazada. Ya no tendremos tanto frío. Come, Teo.
—Ya, Ana, ya. ¿Tú ya comiste?
—Sí. Hace rato. El queso está sabroso.
—¿Julito lloró?
—Casi nada. Juega con sus dedos. Hasta parece que cuenta las cosas de este cuarto.
—¿Qué cosas?
—El colchón, dos platos, dos cucharas, nuestra ropa, su sonajita y pañales. Pero pronto ya no podrá contar más. Le faltarán dedos…
—Sí… así será, muy pronto, te lo juro…
—Yo también te lo juro. Come y descansa. Mañana debemos amanecer alegres. Así serán todos nuestros días.
—Juliana, mañana madrugaré. Un amigo me va a dar trabajo. Espero que todo salga bien.
—¿Y a qué hora volverás?
—No sé. Espero llegar temprano para ayudarte con el almuerzo.
—Solo te ruego que tomes desayuno…
—Por supuesto que sí…
Esa noche fue tranquila. El niño no lloró. El silencio era como una advertencia.
Timoteo salió muy temprano. Saludó a paisanos que ya empezaban sus tareas. El frío era intenso. Las luces de los postes parpadeaban. Aún no cantaban los gallos. Los perros, con ojos rojos, dormitaban en las veredas.
—Creí que no vendrías —dijo su amigo.
—No puedo fallarte. ¿Qué hago?
—Esos sacos de papa, ponlos en el trici…
—Ok…
Con esfuerzo, cargó los sacos. Su cara se enrojeció, pero no se desanimó. Acomodó diez sacos en el triciclo.
—Terminé —gritó.
—¡Muy bien, socio! Ahora al dominical. ¿Sabes manejar esto?
—Sí, no te preocupes.
—Perfecto. Espérame cerca de la puerta del estadio viejo. Yo iré en mi camioneta. ¿Está claro?
—Clarito, amigo. Solo espero que no se malogre el trici…
—No pasará nada. Y por la tarde… otra chambita.
—¡Sí! ¡Lo sé!
Timoteo tomó el manubrio del triciclo con fuerza, como si su vida dependiera de ese primer recorrido. Se impulsó por las calles mojadas y frías, sintiendo en cada pedaleo el peso de la responsabilidad. No solo cargaba papas: llevaba sobre sus hombros su primer intento por redimirse, por reconstruirse.
El estadio viejo se perfilaba a lo lejos, y con él, la esperanza. Mientras pedaleaba, pensaba en Juliana, en Julito, en los días por venir. Sabía que esa no era la vida soñada, pero también sabía que la verdadera derrota consistía en no hacer nada.
Y así, con cada vuelta de rueda, Timoteo empezó a escribir su nueva historia, una que no estaba hecha de discursos, sino de actos concretos. Era su primera tarea. Y no iba a fallar.
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